A principios de junio, en Mendoza, Juan Carlos Leiva, un hombre en situación de calle, fue encontrado sin vida. La causa: hipotermia. Días antes, había rechazado ser trasladado a un albergue. La razón, que resuena con una fuerza incómoda semanas después, fue que el refugio no admitía a su perro, "Sultán". Leiva eligió la lealtad a su único compañero antes que la supervivencia que le ofrecía un sistema incapaz de comprender su vínculo. Su muerte no es una anécdota lejana; es el reflejo extremo de una profunda transformación cultural que también se vive en Chile, donde la relación entre humanos y animales ha escalado a un nuevo plano emocional, social y económico, dejando a las instituciones y a la ley un paso atrás.
Mientras la rigidez de un sistema le costó la vida a Leiva, en Chile, otras instituciones comienzan a ceder. Desde 2023, hospitales como el Clínico de la Universidad de Chile y el San Pablo de Coquimbo han implementado protocolos para permitir la visita de mascotas a pacientes en estado crítico o en fase terminal. La iniciativa, conocida como "HU-CI: Humanizando los Cuidados Intensivos", nació de la evidencia. Daniela Segura, nutricionista del Hospital Clínico, vio cómo su padre, Luis, hospitalizado por un ACV, mostró su primera respuesta neurológica significativa al reencontrarse con su perra Lisa. "Fue una inyección de energía que mejora el ánimo y la colaboración con las terapias", explica Rebeca Aguayo, una de las impulsoras de la medida.
Este reconocimiento del poder terapéutico del vínculo animal no es un gesto aislado. Es la formalización de algo que miles de chilenos ya sienten: que sus mascotas son un soporte emocional fundamental. El caso de Catalina, quien decidió estudiar Medicina Veterinaria tras la muerte de su perra Jacinta, ilustra cómo este lazo puede redefinir un proyecto de vida. "Ella me amó incluso cuando yo misma no podía hacerlo", confiesa. Su historia, como la de Mitchel Jiménez, quien lleva a su perro Loki a la oficina en una startup pet friendly, muestra que la integración de los animales en espacios tradicionalmente humanos es una realidad en expansión.
El cambio no es solo cualitativo. Según datos del Registro Nacional de Mascotas, a ocho años de su implementación, en Chile hay más de 3 millones de animales inscritos, de los cuales 2.1 millones son perros y 900 mil son gatos. Curiosamente, la "raza" más popular en ambas especies es la mestiza, un dato que habla de una cultura de adopción y rescate cada vez más arraigada, como la que practican Sofía Bertoni y su madre, Marisol Bravo, quienes han sido hogar temporal para más de cien perros.
Esta integración ha llegado hasta el dormitorio. Un estudio del Canisius College (EE.UU.) reveló que las mujeres reportaban dormir mejor con sus perros que con sus parejas humanas, citando una mayor sensación de seguridad. Aunque otros estudios advierten sobre posibles interrupciones del sueño o problemas de alergias, la discusión científica refleja un debate social más amplio: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a adaptar nuestros espacios y rutinas más íntimas a estos nuevos miembros de la familia? La respuesta, para muchos, es clara. Como dice Mitchel sobre su perro Loki, tatuado en su pantorrilla: "Es mi apoyo".
Si el vínculo en vida se ha fortalecido, el duelo tras la muerte ha encontrado nuevas formas de expresión social y económica. La pérdida de una mascota, antes un dolor silencioso y a menudo minimizado, hoy se valida a través de rituales y servicios que antes eran exclusivos para humanos. La proliferación de cementerios de mascotas a lo largo de Chile, desde Arica hasta el Maule, es la evidencia más visible de este cambio.
Estos espacios ofrecen un lugar físico para el recuerdo, legitimando un duelo que la sociedad recién empieza a reconocer. Ya no se trata de enterrar al animal en el patio, sino de un acto conmemorativo que implica un desembolso económico y una ceremonia. Esta "economía del afecto" crea un mercado en torno al duelo, pero también ofrece un consuelo tangible para quienes, como Catalina, sienten que han perdido a un miembro de su familia. Es la materialización de un estatus emocional que ha cambiado mucho más rápido que el legal.
Aquí reside la principal disonancia cognitiva que nos plantea este fenómeno. Mientras la sociedad chilena invierte emocional y económicamente en sus mascotas como nunca antes, el marco legal e institucional sigue anclado en una visión anacrónica. La historia de Juan Carlos Leiva y "Sultán" es el recordatorio más crudo de esta brecha: se puede amar a un animal hasta la muerte, pero para un albergue, sigue siendo un objeto que no puede ingresar.
El debate, por tanto, está lejos de cerrarse. Ha evolucionado hacia preguntas más complejas: si una mascota puede entrar a una UCI para sanar a su dueño, ¿por qué no puede entrar a un refugio para protegerlo del frío? Si invertimos en su bienestar y lloramos su muerte como la de un familiar, ¿debería la ley seguir considerándolo simplemente una propiedad? El contrato afectivo con nuestros animales se ha expandido y complejizado. Ahora, el desafío es que las estructuras sociales, legales y éticas de Chile se pongan al día.