Han pasado más de dos meses desde el Día del Trabajador, pero una imagen de esa jornada persiste en la memoria colectiva con más fuerza que los discursos y las demandas laborales: dos muñecos con los rostros de los candidatos presidenciales José Antonio Kast y Johannes Kaiser, colgados de cabeza en un paradero de la Alameda, frente al Palacio de La Moneda. Adornados con esvásticas, su exhibición fue un acto breve, pero su impacto ha sido duradero, obligando al sistema político a mirarse en un espejo que le devolvió el reflejo de su propia fractura.
El episodio, lejos de ser una anécdota de la crónica roja o una simple nota al margen de la manifestación convocada por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), se transformó en un catalizador. Lo que comenzó como una "performance" de protesta, rápidamente escaló a un debate nacional sobre los límites de la libertad de expresión, la responsabilidad de los partidos políticos y la peligrosa normalización de la violencia como lenguaje.
El 1 de mayo de 2025 transcurría entre las tradicionales demandas de la CUT, liderada por David Acuña, y los disturbios aislados que suelen acompañar estas convocatorias, con un saldo de una decena de detenidos y un vehículo incendiado. Sin embargo, el foco noticioso cambió drásticamente cuando comenzó a circular una fotografía publicada como "historia" en la cuenta de Instagram de las Juventudes Comunistas (JJ.CC.) de Santiago. En ella se veían los muñecos colgando, emulando la ejecución pública del dictador fascista Benito Mussolini y sus seguidores en Milán en 1945. La publicación, musicalizada con el "Himno del F.P.M.R.", fue eliminada, pero ya era tarde.
La reacción fue inmediata y abarcó todo el espectro político, revelando las distintas sensibilidades y estrategias frente a la violencia simbólica:
El episodio de los muñecos forzó una pregunta incómoda: ¿dónde termina la sátira política y dónde comienza la incitación a la violencia? Algunos, como el candidato Jaime Mulet, sugirieron que podía entenderse en un "ambiente de jocosidad", aunque lo condenó de igual forma. Sin embargo, la referencia histórica a Mussolini eliminaba cualquier lectura ingenua. No se trataba de una simple piñata, sino de la representación de un ajusticiamiento, un acto que invoca la eliminación física del adversario.
Este acto simbólico no surgió en el vacío. Se inscribe en un clima de polarización que se ha intensificado en Chile desde 2019, donde el lenguaje bélico y la deshumanización del oponente se han vuelto recurrentes en los discursos de los extremos. El incidente del 1 de Mayo funcionó como un síntoma agudo de esta enfermedad, demostrando que la violencia, incluso en su forma simbólica, ya no es un tabú.
El tema no está cerrado. Los muñecos fueron descolgados, pero la discusión que provocaron sigue vigente. El incidente dejó un saldo de preguntas sin respuesta definitiva sobre la autorregulación de los partidos políticos y la formación de sus juventudes. ¿Son las directivas responsables de cada acto de sus militantes? ¿Cómo se construye un discurso crítico que no derive en la aniquilación simbólica del otro?
Más de 60 días después, el "cadalso simbólico" de la Alameda se ha convertido en un caso de estudio sobre la fragilidad de la convivencia democrática en Chile. Demostró que el consenso en contra de la violencia política es más débil de lo que se pensaba y que su lenguaje, una vez liberado, es difícil de contener. La verdadera pregunta que dejó colgada no es quién fue el culpable, sino si la sociedad chilena será capaz de reconstruir un lenguaje común que permita el disenso sin invocar a los fantasmas de la violencia.