A principios de julio, la decisión del Presidente Gabriel Boric de asistir a la cumbre de los BRICS en Río de Janeiro, por invitación de Brasil, parecía un movimiento más en el tablero de la diplomacia multilateral. Para el gobierno, era una oportunidad de dialogar con el "Sur Global", fortalecer lazos con economías emergentes y posicionar a Chile en debates sobre el futuro climático y digital. "Nos permitirá estar presentes en los grandes debates del futuro", afirmó el mandatario desde Brasil.
Sin embargo, en Chile, la decisión ya había encendido las alarmas. Figuras de la oposición, como la candidata presidencial Evelyn Matthei, advirtieron sobre los riesgos de un gesto que consideraban un "gustito ideológico". "Chile es un país muy pequeño (...) siempre me parece pretencioso pensar que Chile va a imponer sus principios en el mundo", declaró Matthei a fines de junio, subrayando la dependencia del país del comercio internacional y la importancia de no incomodar a socios estratégicos como Estados Unidos.
En el Senado, la Cancillería intentó calmar las aguas. La subsecretaria Gloria de la Fuente aseguró el 1 de julio que Chile asistía solo como observador y que un ingreso formal al bloque —que incluye a China, Rusia e Irán— no estaba en la agenda. Pese a ello, senadores opositores como Iván Moreira y Rojo Edwards manifestaron su "preocupación por las señales" enviadas, temiendo consecuencias concretas como la pérdida de la Visa Waiver. En la vereda oficialista, el senador José Miguel Insulza calificaba el debate como una "tormenta en un vaso de agua".
Una vez en Río de Janeiro, el Presidente Boric ejecutó una calculada pieza de equilibrio diplomático. En un foro donde se sentaba el canciller ruso, y en un contexto de alta tensión global, Boric no eludió los temas espinosos. Hizo un llamado a condenar "toda invasión que afecte la soberanía de un Estado", en una clara alusión a la agresión de Rusia contra Ucrania. Simultáneamente, y con la misma firmeza, reiteró su condena a las acciones de Israel en Palestina.
El mensaje era claro: Chile aplicaría un estándar único y universal en materia de derechos humanos y derecho internacional, sin importar el bloque o la potencia involucrada. "No podemos repetir la lógica de la Guerra Fría en donde un bando criticaba al otro pero jamás se refería a las vulneraciones que sucedían en su propio campo de influencia", publicó el mandatario en sus redes sociales, evocando la tradición de la política exterior chilena.
La respuesta no tardó en llegar, y no provino de los anfitriones del BRICS, sino desde Washington. La noche del 6 de julio, el presidente Donald Trump lanzó una advertencia directa a través de sus redes sociales: impondría un arancel adicional del 10% a "cualquier país que se alinee con las políticas antiamericanas de BRICS".
La amenaza materializó instantáneamente los peores temores de la oposición chilena y transformó un debate interno en una crisis diplomática latente. El Kremlin respondió afirmando que el bloque "no amenaza a nadie", mientras China pedía calma. La propia declaración final de los BRICS expresó "seria preocupación" por las medidas arancelarias unilaterales que "distorsionan el comercio".
Desde La Moneda, la reacción fue de contención. El canciller Alberto van Klaveren afirmó categóricamente: "No nos sentimos aludidos". Argumentó que Chile, como país invitado, no suscribe automáticamente las declaraciones del bloque y que define su política exterior de manera soberana. "Chile no se alinea con determinados grupos de países", insistió, buscando desmarcar la participación en la cumbre de un alineamiento estratégico.
Pasadas las semanas, el episodio ha madurado para revelar una encrucijada fundamental para Chile. La visita a los BRICS y sus secuelas han dejado de ser una anécdota de política exterior para convertirse en un caso de estudio sobre el lugar del país en un orden global en plena reconfiguración.
Las perspectivas en disputa son claras y profundas:
El tema está lejos de cerrarse. La amenaza arancelaria de Estados Unidos, aunque no se ha concretado, permanece como una posibilidad latente que condiciona futuras decisiones comerciales y diplomáticas. Internamente, la controversia ha echado más leña al fuego de un año electoral, donde la política exterior se ha convertido en un campo de batalla para definir dos modelos de país y de inserción en el mundo.
La pregunta que queda suspendida en el aire es si Chile podrá sostener su delicado equilibrio, defendiendo un multilateralismo basado en principios universales, o si las crecientes presiones de un mundo polarizado lo forzarán a elegir un bando en la encrucijada de los gigantes.