A más de un año de que el "Caso Convenios" sacudiera el panorama político y social de Chile, una de sus aristas más emblemáticas parece acercarse a un desenlace definitivo. A principios de julio de 2025, el Ministerio de Justicia solicitó formalmente al Consejo de Defensa del Estado (CDE) iniciar el proceso para la disolución judicial de la Fundación ProCultura. La medida, fundamentada en "infracciones graves a sus estatutos" y una "desproporción de los gastos", no solo representa la posible caída de una de las organizaciones culturales más prominentes de la última década, sino que también cristaliza una profunda crisis de confianza en el modelo de colaboración entre el Estado y la sociedad civil.
La trayectoria de ProCultura, desde su fundación en 2010 por el psicólogo Alberto Larraín, cercano al Presidente Gabriel Boric, hasta su actual situación judicial, es un reflejo de las tensiones que han marcado el debate público. La investigación, que abarca presuntos delitos de fraude al Fisco, tráfico de influencias y apropiación indebida por cerca de 6 mil millones de pesos, ha evolucionado en múltiples frentes, revelando tanto la complejidad de los mecanismos de asignación de fondos públicos como la fragilidad de las garantías procesales.
Una de las primeras ramificaciones mediáticas involucró a la ex primera dama, Irina Karamanos. Tras ser vinculada inicialmente como imputada, la Fiscalía finalmente modificó su calidad a testigo, una decisión que Karamanos celebró con duras críticas hacia lo que calificó como un "informe mal elaborado" de la PDI y una cobertura mediática irresponsable, sugiriendo una intencionalidad política para "desinformar". Este episodio introdujo una narrativa de persecución política que ha coexistido con la investigación por corrupción.
Paralelamente, se desató una intensa batalla legal en torno a los métodos investigativos. La interceptación telefónica a la psiquiatra Josefina Huneeus, exesposa de Larraín, se convirtió en un caso de estudio sobre los límites del poder del Ministerio Público. Mientras la Corte de Apelaciones de Antofagasta declaró la medida como ilegal, vulnerando derechos fundamentales, la Corte Suprema revirtió el fallo, validando la escucha como una herramienta necesaria para la investigación. Este vaivén judicial expuso una disonancia fundamental: la tensión entre la eficacia en la persecución del delito y el resguardo de las garantías individuales.
El caso ProCultura ha puesto en evidencia visiones contrapuestas sobre la responsabilidad y la justicia:
El caso ProCultura no puede entenderse como un hecho aislado. Se inscribe en una crisis más amplia que ha afectado la fe pública en diversas instituciones. Las investigaciones paralelas, como la que involucra a la exministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco por presunto tráfico de influencias, o los procesos por fraude en el Gobierno Regional Metropolitano por millonarias clases de zumba, dibujan un patrón de debilidad en los controles y una cultura de la informalidad en el manejo de fondos públicos que trasciende a un solo gobierno o sector político.
Esta serie de escándalos ha obligado a una reflexión nacional sobre la necesidad de reformar los mecanismos de asignación de fondos, fortalecer la fiscalización de las organizaciones no gubernamentales y redefinir las fronteras entre la colaboración público-privada y el clientelismo.
Con la solicitud de disolución en manos del CDE, el futuro de ProCultura pende de una decisión judicial. Sin embargo, el proceso penal sigue su curso, con Alberto Larraín como principal imputado y una investigación que continúa desvelando complejas redes y prácticas financieras. El caso ha dejado de ser solo sobre una fundación para convertirse en un símbolo del desafío que enfrenta Chile: reconstruir la confianza en sus instituciones y asegurar que los recursos destinados al bien común cumplan efectivamente su propósito, lejos de la sospecha y la controversia.