Hace poco más de dos meses, la imagen parecía el símbolo de una nueva era: Elon Musk, el titán de la tecnología, aparecía en la Casa Blanca como el asesor estrella del presidente Donald Trump, encargado de aplicar una lógica de eficiencia empresarial al mastodóntico aparato estatal. Hoy, esa postal es un recuerdo lejano. La alianza que prometía fusionar el poder político tradicional con la innovación de Silicon Valley se ha desmoronado en un espectáculo público de acusaciones, amenazas y consecuencias tangibles que van desde la bolsa de Nueva York hasta el tablero electoral.
Lo que comenzó como un desacuerdo técnico sobre un proyecto de ley presupuestario ha mutado en una lucha de poder que revela las fracturas de la derecha estadounidense y plantea una pregunta fundamental: ¿quién ostenta realmente la influencia en el siglo XXI?
Para entender la magnitud del quiebre, es necesario recordar la cercanía. Elon Musk no solo fue uno de los mayores donantes de la campaña de Trump, sino que asumió un rol protagónico al frente del recién creado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Su presencia era constante, desde reuniones en el Despacho Oval hasta blandir simbólicamente una motosierra en una convención conservadora para graficar su misión de recortar el gasto público.
El punto de inflexión llegó a fines de mayo. Mientras Musk trabajaba en su plan de austeridad, la Casa Blanca impulsaba un megaproyecto fiscal y presupuestario que, según el empresario, hacía exactamente lo contrario: aumentar el déficit. La primera crítica de Musk fue de "decepción". Días después, tras oficializar su salida del gobierno —en un acto que se intentó presentar como amistoso—, su lenguaje escaló. El 3 de junio, en su plataforma X, calificó la ley como una "repugnante abominación".
Ese fue el disparo de salida para una guerra sin cuartel.
La batalla se libró donde ambos protagonistas se sienten más cómodos: las redes sociales. Trump, desde Truth Social, y Musk, desde X, intercambiaron ataques que borraron cualquier vestigio de diplomacia.
El Presidente calificó a su exaliado de "loco" y "descarrilado", sugiriendo que su oposición se debía únicamente a la eliminación de subsidios para vehículos eléctricos, un golpe directo a Tesla. La respuesta de Musk fue explosiva. No solo negó las acusaciones, sino que contraatacó con dos argumentos que sacudieron el ecosistema político:
Esta guerra de palabras tuvo un correlato inmediato en el mundo real. Trump amenazó con cancelar los millonarios contratos que el gobierno mantiene con SpaceX y Starlink. Como resultado, las acciones de Tesla se desplomaron, perdiendo más de 150 mil millones de dólares de capitalización bursátil en una sola jornada. El conflicto demostró cómo la volatilidad de dos egos puede desestabilizar mercados y poner en jaque proyectos de seguridad nacional que dependen de la tecnología de Musk.
Más allá del espectáculo, el enfrentamiento ha expuesto las tensiones ideológicas dentro de la coalición que llevó a Trump al poder. Por un lado, el populismo nacionalista del movimiento MAGA, que no duda en expandir el gasto si sirve a sus fines. Por otro, el ala libertaria y de conservadurismo fiscal que Musk pretendía representar.
La reacción del círculo cercano a Trump fue visceral. Figuras como el exasesor Steve Bannon llegaron a pedir una investigación sobre el estatus migratorio de Musk y su "deportación inmediata". En el Congreso, sin embargo, la sensación era de alarma. Varios legisladores republicanos, temerosos de que el hombre más rico del mundo usara su fortuna para financiar a sus rivales en las elecciones de medio término, pidieron públicamente una tregua.
La disputa obligó a los actores del mundo conservador a tomar partido en una lucha que no anticiparon, revelando que la lealtad al presidente ya no es el único factor de poder en la derecha.
Cuando la tensión parecía disminuir, con Musk retractándose de sus comentarios más duros y mostrando un tibio apoyo a la gestión de Trump en unas protestas en Los Ángeles, el conflicto entró en una nueva fase. A principios de julio, ante las renovadas amenazas de la Casa Blanca —incluida la posibilidad de revisar su estatus migratorio—, Musk anunció la creación del "American Party" (Partido de Estados Unidos).
Trump calificó la idea de "ridícula", pero la amenaza de una tercera vía, financiada por una de las mayores fortunas del planeta y amplificada por una red social global, representa un desafío inédito al bipartidismo estadounidense. Aunque su viabilidad es incierta, el mero anuncio es una declaración de intenciones: el poder tecnológico ya no se conforma con ser un asesor o un donante; ahora reclama un espacio propio en la arena política.
El tema, por tanto, no está cerrado. La alianza se rompió definitivamente, dando paso a una rivalidad que seguirá reconfigurando la intersección entre tecnología, dinero y política. Lo que presenciamos no es solo el fin de un "bromance", sino el surgimiento de un nuevo campo de batalla donde el poder ya no tiene un solo dueño.