Hace unos meses, en la Cuenta Pública, el Gobierno celebró un hito: más de 200.000 viviendas entregadas bajo el Plan de Emergencia Habitacional, un avance del 77% de la meta. La cifra, en el papel, sugiere un Estado desplegado y eficiente. Sin embargo, casi en paralelo, el Catastro Nacional de Campamentos 2024-2025 de la fundación Techo reveló una realidad que desentona con el optimismo oficial: 120.000 familias viven en 1.428 campamentos, la cifra más alta en casi tres décadas.
¿Cómo es posible que, mientras se construye a un ritmo acelerado, la precariedad habitacional se expanda? La respuesta se encuentra en la brecha entre la política pública y quienes más la necesitan. Gonzalo Rodríguez, director de Techo, lo expuso con crudeza: de las miles de soluciones entregadas, solo 1.700, menos del 1%, fueron para familias de campamentos. Este dato es crítico si se considera que estos hogares representan el 17% del déficit habitacional del país. La política, según Rodríguez, “no está respondiendo a las necesidades de las familias más vulnerables”.
El fenómeno no se concentra solo en la capital. En la región de Los Lagos, por ejemplo, los campamentos aumentaron un 17,7% en los últimos dos años, liderando las cifras en el sur de Chile. La razón que se repite en todo el territorio es la misma: el 80% de las familias llega a un campamento porque no puede pagar un arriendo.
El campamento no es la causa, sino el síntoma de una crisis más profunda: la desconexión radical entre los ingresos de las familias y el valor de la vivienda. Un estudio del centro de pensamiento Espacio Público reveló que Chile es uno de los países de la OCDE donde esta brecha más ha crecido. Si en 2009 un hogar promedio necesitaba 3,9 años de su ingreso completo para adquirir una vivienda, hoy necesita 11,4 años. El sueño de la casa propia se ha vuelto, para muchos, una imposibilidad matemática.
Este encarecimiento se explica por múltiples factores que operan desde hace más de una década: una oferta de suelo rígida y cara, una productividad estancada en el sector de la construcción y una demanda impulsada por la migración y nuevos tipos de inversionistas inmobiliarios. El resultado es un mercado que expulsa a las familias de ingresos bajos y medios, dejándoles dos caminos: el hacinamiento o la toma de un terreno.
Esta dinámica ha moldeado nuestras ciudades. En comunas como Estación Central, la desregulación permitió la proliferación de “guetos verticales”, mega edificios que colapsaron los servicios básicos y el alcantarillado, evidenciando una planificación urbana fallida que priorizó la rentabilidad por sobre la calidad de vida. Hoy, pese a las consecuencias visibles, el lobby para aprobar proyectos similares persiste.
La desconexión del sistema quedó dramáticamente expuesta tras el megaincendio de febrero de 2024 en la Región de Valparaíso. La Cámara Chilena de la Construcción (CChC) puso a disposición del Serviu una oferta de 1.862 viviendas nuevas o casi listas para acelerar la reconstrucción, especialmente para familias arrendatarias o allegadas.
La respuesta del Estado fue desconcertante: solo 47 de esas viviendas fueron aceptadas. Desde el Serviu argumentaron “razones técnicas”: la mayoría superaba el tope de 2.000 UF del subsidio, no cumplían con ciertos estándares o no se ajustaban a la voluntad de las familias de permanecer en sus barrios. Este episodio ilustra la rigidez de un sistema que, incluso con soluciones disponibles, es incapaz de adaptarlas con la flexibilidad que una emergencia requiere. El resultado es un proceso de reconstrucción lento que mantiene a cientos de familias en la incertidumbre.
La crisis habitacional también ha obligado a sincerar cómo medimos el bienestar. Recientemente, la Comisión Asesora Presidencial para la Actualización de la Medición de la Pobreza propuso una nueva metodología que, al ajustar el costo real de la vida —incluyendo el valor de un arriendo y una canasta de alimentos saludable—, eleva la tasa de pobreza de 2022 del 6,5% oficial a un 22,3%.
Este ajuste técnico es, en realidad, un cambio de paradigma. Revela que durante años, el Estado ha subestimado la carga que la vivienda representa en el presupuesto de los hogares, utilizando un “alquiler imputado” teórico que no reflejaba los precios del mercado. En la práctica, miles de familias no eran consideradas pobres, aunque sus ingresos no alcanzaran para cubrir arriendo y alimentación básica. Reconocer esta realidad es el primer paso para diseñar políticas que respondan a la verdadera dimensión del problema.
La crisis de la vivienda en Chile ha dejado de ser un asunto de cifras de construcción para convertirse en un debate sobre el modelo de desarrollo. Las políticas actuales, aunque bien intencionadas en sus metas cuantitativas, están fallando en su objetivo cualitativo: construir ciudades integradas y garantizar un derecho básico. El aumento de los campamentos no es un problema de seguridad, como a veces se enmarca, sino una consecuencia directa de un sistema que genera desigualdad urbana.
El tema sigue abierto y en plena evolución. La pregunta que Chile debe responder no es solo cómo construir 260.000 viviendas, sino cómo construir cohesión social, cómo garantizar que el subsidio se traduzca en un hogar digno y cómo evitar que la periferia y el campamento se conviertan en el destino inevitable para una nueva generación de chilenos.