A más de dos meses de que Alberto Carlos Mejía Hernández, sicario implicado en el asesinato del comerciante José Reyes Ossa, saliera caminando del penal Santiago I, el eco de sus pasos aún resuena en los pasillos de las principales instituciones del país. Lo que comenzó como un aparente error administrativo se ha transformado en una crisis de confianza que ha puesto en jaque al Poder Judicial, a Gendarmería y al propio Gobierno. La fuga no solo dejó en evidencia la fragilidad de los protocolos, sino que también desnudó una serie de fallas sistémicas que van desde la correcta identificación de un imputado hasta la coordinación más básica entre los poderes del Estado.
La historia, ahora decantada, ya no es solo sobre un criminal prófugo; es la anatomía de un engranaje roto, cuyas piezas, lejos de colaborar, se culpan mutuamente mientras la ciudadanía observa con una mezcla de indignación y escepticismo.
El 19 de junio, José Felipe Reyes Ossa, conocido como el “Rey de Meiggs”, fue acribillado en Ñuñoa. La investigación de la Fiscalía apuntó a un sicariato. El 9 de julio, tres ciudadanos venezolanos fueron detenidos y formalizados. Uno de ellos se identificó como Osmar Alexander Ferrer Ramírez. La jueza del 8º Juzgado de Garantía de Santiago, Irene Rodríguez, decretó la prisión preventiva para los tres, calificándolos como un “peligro para la seguridad de la sociedad” y advirtiendo que “con estas personas libres tenemos que persignarnos”. Sus palabras resultarían premonitorias.
La noche del 9 de julio, en un lapso de apenas 11 minutos, el sistema informático del tribunal emitió una secuencia de órdenes que sellaría el destino del caso:
Al día siguiente, Gendarmería, basándose en el segundo oficio, liberó al imputado. La noticia no se haría pública hasta cuatro días después, el 14 de julio, momento en que el Gobierno y la Fiscalía Nacional tomaron conocimiento del hecho, desatando la crisis pública.
La búsqueda de responsabilidades se convirtió en un campo de batalla institucional:
El escándalo se agravó cuando se descubrió que “Osmar Ferrer” era un nombre falso. La verdadera identidad del prófugo es Alberto Carlos Mejía Hernández. Este nuevo error expuso una de las mayores debilidades del sistema penal actual: la dificultad para identificar a extranjeros indocumentados, especialmente de nacionalidad venezolana, debido a la falta de canales diplomáticos fluidos para la verificación de datos. El director de la PDI, Eduardo Cerna, reconoció que en muchos casos se investiga a “fantasmas”.
La fuga de Mejía Hernández fue rápida y organizada. Pagó más de dos millones de pesos para ser trasladado a Iquique y desde allí cruzó a pie la frontera con Perú por un paso no habilitado. Su escape activó las críticas de autoridades regionales, como el gobernador de Arica, Jorge Díaz, quien sentenció: “Esto no es una negligencia, es un Estado fallido”.
Dos meses después, Alberto Carlos Mejía Hernández sigue prófugo, con una alerta roja de Interpol activa. Las investigaciones administrativas y penales continúan, pero el daño a la confianza pública ya está hecho.
El caso ha abierto un debate impostergable sobre la necesidad de modernizar los sistemas de comunicación interinstitucional, fortalecer los protocolos de verificación de identidad y dotar de mayores atribuciones a las policías en las fronteras. Más allá de encontrar a un culpable puntual, la fuga de un sicario por una cadena de errores ha obligado a Chile a mirarse al espejo y confrontar las profundas grietas de un sistema de justicia que, en el momento más crítico, demostró ser vulnerable y permeable.