Lo que ocurrió en Torre Pacheco, Murcia, no fue una simple revuelta. Fue el ensayo general de un nuevo tipo de conflicto social. Un modelo donde una agresión local se transforma, en menos de 48 horas, en una crisis nacional orquestada desde pantallas de teléfonos. El incidente expone cómo la desinformación y la organización digital pueden activar una especie de ley marcial ciudadana, donde grupos auto-convocados deciden quién pertenece y quién debe ser expulsado por la fuerza. Esto ya no se trata de tensiones vecinales; es la materialización de una frontera interior, invisible pero violenta, dibujada por algoritmos y odios virales.
Todo comenzó con un hecho delictual concreto: la agresión a un vecino de 68 años. Un acto condenable y localizado. Pero en el ecosistema digital actual, los hechos son solo la materia prima. Rápidamente, redes de ultraderecha y agitadores como Alvise Pérez y el grupo “Deport Them Now” se apropiaron de la narrativa.
El mecanismo fue simple y efectivo. Primero, se difundió un video falso que no correspondía al suceso, pero que servía para fijar un culpable: el “inmigrante marroquí”. Segundo, se publicaron listas con nombres y fotos de supuestos agresores, llamando a una “cacería” explícita. La velocidad de la propagación fue clave. Antes de que las autoridades pudieran esclarecer los hechos o desmentir los bulos, el veredicto digital ya estaba emitido y la convocatoria a la violencia, lanzada.
Este fenómeno no es espontáneo. Responde a una estrategia que identifica puntos de tensión social —en este caso, una comunidad con un alto porcentaje de población inmigrante y bolsones de marginalidad juvenil— y los detona a distancia. Torre Pacheco se convirtió en un laboratorio para medir la capacidad de movilización del odio online.
El llamado virtual no tardó en tener consecuencias físicas. Durante varias noches, grupos de hombres, muchos de ellos llegados desde fuera de la región, patrullaron las calles de Torre Pacheco. Su objetivo era el barrio de San Antonio, corazón de la comunidad de origen magrebí. Armados con palos y bates, ejecutaron la “cacería” prometida.
La respuesta fue doble. Por un lado, el miedo y el repliegue. Familias inmigrantes, muchas de ellas asentadas en el pueblo por décadas y con hijos nacidos en España, se encerraron en sus casas. Los negocios cerraron. La calle se volvió territorio hostil. Por otro lado, la auto-defensa. Los jóvenes de la comunidad, sintiéndose señalados y desprotegidos, se organizaron para defender su barrio. Esto generó enfrentamientos directos, una batalla campal que las fuerzas de seguridad apenas pudieron contener.
El Estado respondió con un despliegue policial masivo, cercando el barrio. Pero esta acción, aunque necesaria para frenar la violencia, validó visualmente la existencia de una frontera física en medio del pueblo. La policía no estaba protegiendo a ciudadanos de un pueblo, sino a un “bando” del otro. El daño a la cohesión social ya estaba hecho.
La violencia aguda cedió, pero no por una reconciliación, sino por dos factores clave. Primero, la acción policial, con la detención de los agresores originales y del líder del grupo instigador. Segundo, y más importante, la realidad económica. Torre Pacheco vive del campo, y el campo vive de la mano de obra inmigrante. En plena campaña del melón, la principal fuente de riqueza de la zona, la “caza al moro” se topó con una verdad incómoda: sin ellos, la economía local se hunde. Como dijo un agricultor, “que vengan los tatuados aquí, a ver cuánto aguantan”.
Este episodio deja a la comunidad en una encrucijada con tres escenarios futuros probables:
Lo ocurrido en Torre Pacheco es una advertencia. La verdadera batalla del futuro no se librará solo en las fronteras geográficas, sino en estas fronteras interiores que el odio digital traza y activa con una eficacia aterradora.