Dos meses después de que las últimas conversaciones de alto al fuego se desvanecieran en Qatar, el sonido predominante en Gaza ya no es solo el de las explosiones, sino el silencio de una agonía lenta. La guerra ha mutado. La ofensiva militar directa ha dado paso a una estrategia de asedio que, según múltiples organismos internacionales y expertos, utiliza el hambre como arma. A finales de julio de 2025, la cifra de muertos por desnutrición supera los 140, de los cuales al menos 88 son niños. "Las bombas matan instantáneamente, pero el hambre mata en una agonía prolongada", relata a la revista The Lancet Samer Abuzerr, profesor de Salud Pública en Gaza. La población, atrapada en una "ratonera" sin escapatoria, se enfrenta a una disyuntiva brutal: morir de inanición o arriesgar la vida por un saco de harina.
La situación ha llegado a tal extremo que, según testimonios recogidos por agencias de noticias, algunas familias intentan acallar el llanto de sus hijos con agua salada o recurren a comer hojas y forraje para animales. "Ya no tememos a la muerte, tememos sobrevivir otro día sin comida", confiesa un residente. Esta catástrofe, calificada por el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, como una "hambruna provocada por el hombre", se desarrolla ante la mirada de una comunidad internacional que parece haber agotado su capacidad de respuesta.
El epicentro de la crisis humanitaria actual es el fallido sistema de distribución de ayuda. Tras meses de bloqueo casi total, Israel, con el respaldo de Estados Unidos, impulsó la Fundación Humanitaria de Gaza (GHF), una entidad privada que reemplazó el mecanismo coordinado por Naciones Unidas. El resultado, denuncian más de 170 ONGs como Oxfam, Save the Children y Médicos Sin Fronteras, ha sido un desastre.
Los 400 puntos de distribución de la ONU fueron sustituidos por apenas cuatro centros militarizados de la GHF. Estos lugares, lejos de ser refugios seguros, se han convertido en "escenarios de masacres". Cifras de la ONU confirman que más de mil palestinos han muerto por disparos de fuerzas israelíes o en medio del caos mientras intentaban acceder a los alimentos. El ejército israelí ha admitido haber realizado "tiros de advertencia" para dispersar multitudes, pero testigos describen una violencia indiscriminada. "Los tanques dispararon al azar contra nosotros, y los francotiradores (...) abrieron fuego como si estuvieran cazando animales salvajes", relató un sobreviviente a la agencia AFP.
Frente a las críticas, Israel y la GHF defienden su modelo como una forma de eludir a Hamás, a quien acusan de robar la ayuda. Sin embargo, para la ONU, la solución es clara: Philippe Lazzarini, jefe de la UNRWA, asegura tener "el equivalente a 6.000 camiones de comida y suministros médicos" esperando en Egipto y Jordania a que Israel cumpla su compromiso de abrir los cruces.
Mientras la hambruna se profundiza, la vía diplomática parece un callejón sin salida. A finales de julio, Israel retiró a su equipo negociador de Qatar, argumentando que las condiciones de Hamás —que incluyen el fin del sistema de la GHF y la retirada total de las tropas— eran inaceptables. Las conversaciones, que contemplaban una tregua de 60 días a cambio de la liberación de rehenes, se encuentran nuevamente congeladas.
El rol de Estados Unidos, bajo la administración de Donald Trump, ha virado desde una ambiciosa visión de un "nuevo Medio Oriente" hacia una microgestión de la crisis. La última propuesta de Trump consiste en crear "centros de alimentos" en colaboración con el Reino Unido, una iniciativa de escasos detalles que parece abandonar cualquier hoja de ruta política a largo plazo. Sus declaraciones son contradictorias: por un lado, reconoce que "esos niños parecen muy hambrientos", pero por otro, justifica las acciones de Israel alegando que está "obstaculizado" por Hamás.
La Unión Europea, por su parte, exhibe una impotencia marcada por la división. Un opaco acuerdo alcanzado en julio con Israel para aumentar la ayuda humanitaria no ha dado frutos tangibles, sirviendo principalmente, según críticos como el exdiplomático Josep Borrell, para que varios estados miembros tuvieran un pretexto para rechazar la imposición de sanciones. Alemania, Hungría y Austria, entre otros, bloquean cualquier medida contundente, dejando a la UE en un rol testimonial.
La tragedia de Gaza resuena con fuerza en Chile, hogar de la mayor comunidad palestina fuera del mundo árabe. Historias como la de Ashraf Othman, un empresario en Santiago que ha luchado desesperadamente por sacar a su familia de la Franja, ilustran el drama a nivel personal. A pesar de lograr traer a su madre y parte de su familia, vive con la angustia por quienes quedaron atrás. "Me siento amarrado, como que no puedo hacer nada", confiesa.
Para muchos palestinos, incluso en la seguridad de Chile, el deseo de regresar es inquebrantable, un concepto encapsulado en la palabra sumut: permanecer, resistir. Kamal Cumsille, académico de la Universidad de Chile, explica que abandonar la tierra es visto como una derrota política. "Quieren morir en su tierra", afirma Ashraf sobre su madre, Ayesha, de 80 años.
Este conflicto también ha avivado un intenso debate en la esfera pública chilena. Cartas en la prensa cruzan acusaciones entre la Comunidad Palestina y la Comunidad Judía. Mientras unos denuncian un "genocidio" y 76 años de "despojo y apartheid", otros rechazan la comparación con el Holocausto y enmarcan la ofensiva como una "disputa contra el terrorismo". Este choque de narrativas refleja la polarización global y la dificultad de encontrar un lenguaje común para describir la catástrofe.
Con la diplomacia estancada, los planes de Israel para el "día después" generan alarma. Informes de prensa israelí citan declaraciones del primer ministro Netanyahu sobre una posible anexión de partes de Gaza y la creación de una "ciudad humanitaria" en el sur, un plan que críticos como el historiador Gadi Algazi comparan con los campos de concentración de la era colonial, diseñados para forzar un desplazamiento masivo.
La indiferencia, sin embargo, es quizás el enemigo más extendido. El escritor israelí Etgar Keret reflexiona con crudeza sobre la normalización de la tragedia en su país: "La montaña de cadáveres de Gaza crece día a día (...) para recordarnos el abismo moral en el que hemos caído, un abismo en el que la muerte diaria de decenas, de cientos de seres humanos se ha convertido en rutina".
La guerra en Gaza ha entrado en una nueva fase, menos ruidosa pero igualmente letal. La pregunta ya no es solo cuándo callarán las armas, sino quién asumirá la responsabilidad por una catástrofe humanitaria que avanza inexorablemente, dejando una estela de muerte, enfermedad y un trauma que marcará a generaciones.