A más de una década de la muerte de Roberto Gómez Bolaños, su universo no solo sobrevive, sino que se expande. El reciente final de la serie biográfica “Sin Querer Queriendo” en Max y el sorpresivo anuncio de que Netflix distribuirá la serie original de “El Chavo del 8” desde agosto, marcan el inicio de una nueva era para el imperio Chespirito. Pero esta resurrección mediática no es una simple celebración nostálgica. Es la puesta en escena de una batalla por el control de la memoria, la narrativa y el millonario legado de uno de los íconos culturales más importantes de América Latina.
La bioserie “Sin Querer Queriendo”, producida por Roberto Gómez Fernández, hijo del comediante, es el primer gran movimiento para establecer una narrativa canónica. Basada en la autobiografía de Chespirito, la producción presenta a un creador brillante pero complejo, un “héroe con sombras”. La trama no evade temas espinosos como el fin de su primer matrimonio o el inicio de su relación con Florinda Meza, pero lo hace desde una perspectiva controlada.
El síntoma más claro de la fragmentación del legado es que los personajes de Meza y Carlos Villagrán (“Quico”) aparecen con nombres ficticios —Margarita Ruiz y Marcos Barragán, respectivamente— por falta de autorización. La serie los posiciona como antagonistas funcionales en la historia: Villagrán como un actor carcomido por la envidia ante la popularidad de su propio personaje, y Meza como la figura que desestabiliza el equilibrio del elenco y la vida personal de Chespirito. Esta es la historia oficial, contada y validada por una parte de la familia.
Frente a esta versión, emergen las memorias disidentes. Carlos Villagrán, antes del estreno, anticipó que en la serie “se van a decir muchas mentiras”. Su versión del quiebre siempre ha apuntado a los celos profesionales de Gómez Bolaños y a la creciente influencia de Meza en las decisiones creativas. Villagrán, al igual que María Antonieta de las Nieves (“La Chilindrina”), quien ganó una larga batalla legal por los derechos de su personaje, representa la resistencia de los actores a ser meros intérpretes de una creación ajena. Se ven a sí mismos como co-creadores de la magia.
Florinda Meza es, quizás, la figura central de la disputa. Fue catalizadora de los conflictos originales que llevaron a la desintegración del elenco y hoy es la gran ausente en los proyectos liderados por los hijos de su difunto esposo. La serie la retrata como la causante de una doble traición: a su entonces prometido, el director Enrique Segoviano, y a la primera esposa de Chespirito, Graciela Fernández. Su silencio y exclusión actuales son tan elocuentes como las acusaciones del pasado.
Esta guerra de narrativas no es solo simbólica; tiene un trasfondo económico inmenso. Según Forbes, el imperio Chespirito generó ganancias por 1.700 millones de dólares solo por regalías televisivas entre 1992 y 2012. La bioserie, la anunciada nueva serie animada de “El Chapulín Colorado” y, sobre todo, el acuerdo con Netflix, son movimientos estratégicos para reactivar y monetizar una marca de alcance global.
El objetivo es claro: consolidar el control de la propiedad intelectual bajo la gestión de los herederos y presentarla a nuevas generaciones. La nostalgia es el vehículo, pero el destino es la rentabilidad. Se está transformando un recuerdo afectivo colectivo en una franquicia corporativa estructurada.
El regreso de Chespirito también fuerza una relectura de su obra. En México, su figura genera una relación de “amor-odio”, a diferencia del fervor casi unánime en el resto del continente. Críticos y nuevas audiencias analizan con otros ojos el “humor blanco” que lo hizo famoso. Se cuestiona la representación de la pobreza, la violencia física como gag recurrente —los coscorrones de Don Ramón, las cachetadas de Doña Florinda— y los estereotipos de clase.
El universo de Chespirito, que para millones fue un refugio de inocencia, hoy es también un documento de su tiempo, con todas las complejidades y contradicciones que eso implica. Su humor, antes incuestionable, ahora es objeto de debate.
Lo que está en juego es más que una simple historia. Es la pugna por definir el relato final de un fenómeno que marcó la identidad cultural de América Latina. Durante décadas, la memoria de Chespirito fue una experiencia compartida y orgánica, casi folclórica. Hoy, esa memoria se disputa en salas de juntas y guiones autorizados.
La pregunta ya no es quién fue Roberto Gómez Bolaños, sino quién tiene el poder de decidirlo. El futuro dirá si la versión oficial de los herederos logra imponerse o si las memorias fragmentadas y conflictivas del resto de la vecindad seguirán resonando como un recordatorio de que ninguna historia, por más querida que sea, tiene un único dueño.