Lo que comenzó en mayo como una serie de alzas arancelarias se ha transformado en una doctrina de política exterior. La administración Trump ya no utiliza los aranceles solo para proteger su industria, sino como una herramienta de poder para disciplinar a sus socios comerciales y forzar alineamientos políticos. La ofensiva no es aleatoria. Apunta a dos potencias regionales, Brasil y México, con el objetivo de desmantelar cualquier intento de autonomía estratégica.
El caso de Brasil es el más explícito. La imposición de un arancel del 50% no se justificó con argumentos comerciales, sino políticos. Trump vinculó la medida directamente con la situación judicial de su aliado, Jair Bolsonaro, y sancionó al juez del Supremo Tribunal Federal, Alexandre de Moraes, bajo la Ley Magnitsky. Este acto transforma un conflicto comercial en una intervención directa, declarando las acciones del gobierno de Lula como una “amenaza inusual y extraordinaria” para Estados Unidos. Se inauguró una era en la que la soberanía económica está supeditada a la lealtad política.
Para Chile, el anuncio de un arancel del 50% al cobre fue un golpe directo. La incertidumbre paralizó al gobierno de Gabriel Boric y a los gremios exportadores, que pasaron de un optimismo cauto a un estado de emergencia. La visión del economista Igal Magendzo, quien en mayo veía a Chile “relativamente menos expuesto”, quedó obsoleta en semanas. El mercado reaccionó con volatilidad, pero el impacto más profundo no es económico, sino estratégico. Chile, un país cuya prosperidad se basa en el libre comercio, enfrenta un escenario donde las reglas ya no existen.
La ofensiva de Washington ha obligado a los países de la región a recalibrar sus estrategias de supervivencia. Las respuestas han sido divergentes, dibujando los contornos de un nuevo mapa geopolítico.
Brasil ha optado por la confrontación retórica. El gobierno de Lula ha utilizado la agresión de Trump para construir una narrativa de unidad nacional en defensa de la soberanía. Esta estrategia le ha rendido frutos en el corto plazo, mejorando su popularidad y aislando al bolsonarismo, que ahora es visto como un agente de intereses extranjeros. El futuro de Brasil depende de si esta cohesión interna resiste el inevitable daño económico o si la presión de los aranceles termina por fracturar el frente político.
México, bajo la presidencia de Claudia Sheinbaum, ha respondido con el “Plan México”, una apuesta por fortalecer su mercado interno y reducir la dependencia de las exportaciones. La ruptura del tratado del tomate es una señal de que el paraguas del TMEC ya no ofrece la protección de antes. México ha entrado en una carrera contra el tiempo: debe construir una economía más resiliente antes de que la doctrina Trump desmantele por completo su modelo exportador.
Chile se encuentra en la posición más delicada. Su modelo de “neutralidad comercial”, que le permitió prosperar firmando acuerdos con todos, ha llegado a su fin. El país está atrapado entre sus dos mayores socios, Estados Unidos y China, en un momento en que Washington exige lealtad, no solo negocios. El análisis del ejecutivo minero Diego Hernández, quien califica el arancel al cobre como “irracional económicamente” para EE.UU., subraya que la lógica detrás de estas medidas es puramente política. El futuro de Chile dependerá de su habilidad diplomática para negociar excepciones y, más importante aún, de su capacidad para diversificar su economía más allá de las materias primas. La histórica fábrica de neumáticos Goodyear en Maipú, que exporta casi toda su producción a Estados Unidos, es un microcosmos de la vulnerabilidad chilena.
A largo plazo, la doctrina Trump proyecta un hemisferio reconfigurado y fragmentado. El ideal de una zona de libre comercio panamericana ha muerto. En su lugar, es probable que surjan dos bloques:
En este nuevo orden, las cadenas de suministro dejarán de optimizarse por eficiencia y pasarán a ser herramientas de poder. Las decisiones de inversión de las empresas estarán marcadas por el riesgo político. Para Chile, la lección es clara: la era de la neutralidad ha terminado. La supervivencia en este nuevo tablero global no dependerá de cuántos tratados de libre comercio se firmen, sino de las alianzas estratégicas que se elijan. La pregunta ya no es con quién comerciar, sino de qué lado estar.