Lo que hace tres meses eran noticias fragmentadas sobre riñas con armas blancas en liceos de Melipilla o Temuco, hoy es una disputa de alta política. El debate sobre la violencia escolar abandonó el patio del recreo para instalarse en los pasillos de La Moneda y las sedes municipales. La pregunta ya no es solo cómo mejorar la convivencia escolar, sino quién tiene la responsabilidad —y los recursos— para enfrentar un fenómeno que ha mutado en una crisis de seguridad pública con profundas raíces sociales.
La respuesta del Ejecutivo llegó a principios de julio: un plan de “Patrullajes Preventivos Inteligentes” en los entornos de más de 500 establecimientos en 44 comunas prioritarias, desde Calama hasta Punta Arenas. La estrategia, impulsada por la Subsecretaría de Prevención del Delito, utiliza inteligencia artificial para optimizar las rondas de seguridad municipal, enfocándose en el perímetro de los colegios. El ministro de Educación, Nicolás Cataldo, lo calificó como un “esfuerzo intersectorial” para contener la violencia en los horarios de entrada y salida.
Sin embargo, la propuesta fue recibida con escepticismo desde el mundo municipal. Gustavo Alessandri, presidente de la Asociación Chilena de Municipalidades (AChM), acusó al gobierno de traspasar la responsabilidad sin un respaldo económico real. “Una vez más, la seguridad pública termina recayendo en los municipios, que ya operamos al límite de nuestras capacidades”, sentenció, cuestionando que la principal respuesta sea vigilar fuera de los colegios mientras se descartan otras medidas como los detectores de metales.
La tensión entre el poder central y los gobiernos locales revela dos visiones contrapuestas. Mientras el Ejecutivo apuesta por una solución tecnológica y perimetral, algunos municipios han optado por la mano dura. En Santiago, el alcalde Mario Desbordes lanzó un plan propio para los liceos emblemáticos, cuyo eje es la reactivación de la Ley Aula Segura. Esta normativa, que permite la expulsión inmediata por actos graves y fue minimizada por la administración anterior, ahora es la herramienta central para enfrentar lo que Desbordes califica de “violencia política” ejercida por “pequeñas minorías”.
El plan de Santiago incluye análisis arquitectónicos, cámaras y más personal, pero la decisión de incorporar Aula Segura en los reglamentos internos de convivencia (RICE) —que deben ser acordados por toda la comunidad— anticipa un nuevo foco de tensión. La medida choca directamente con la cultura de diálogo que, al menos en el papel, se intentó instalar en años anteriores.
Mientras las autoridades debaten sobre patrullas y expulsiones, los datos revelan una crisis más profunda y silenciosa. Un estudio del Centro de Estudios Públicos (CEP) sobre victimización escolar es lapidario: en la última década, los reportes de violencia recurrente entre estudiantes de 2° medio aumentaron en un 70%. El crecimiento más agudo no está en las agresiones físicas, sino en las verbales y sociales, como burlas, rumores y aislamiento, afectando con mayor fuerza a las mujeres.
El análisis del CEP desafía las percepciones comunes. Contrario a lo esperado, la victimización ha aumentado más en colegios de nivel socioeconómico medio-alto y alto. Además, revela una paradoja: una mayor participación en actividades escolares se asocia a un mayor reporte de victimización, sugiriendo que las métricas actuales no logran capturar el compromiso real del estudiante con su comunidad o que la participación podría ser una respuesta a un ambiente ya hostil.
Atrapados en este fuego cruzado están los protagonistas del sistema educativo. El Colegio de Profesores ha pasado meses negociando una “agenda corta” con el Mineduc que incluye el agobio laboral y la violencia, logrando un acuerdo a fines de junio, aunque manteniéndose en “estado de alerta”. Sin embargo, la realidad en las escuelas es más cruda. A fines de julio, docentes del Internado Nacional Barros Arana (INBA) denunciaron públicamente la irrupción violenta de un encapuchado en su sala de profesores, exigiendo medidas para proteger su integridad física y emocional.
La sorpresa vino desde el propio movimiento estudiantil. El centro de estudiantes del INBA, tras una serie de tomas y desalojos, emitió un comunicado de una honestidad brutal: “La toma en el liceo no es efectiva”. En un acto de autocrítica, la nueva directiva estudiantil cuestionó sus propios métodos de movilización, reconociendo que la baja participación en las protestas reduce su impacto y aumenta los riesgos para los alumnos, como la posible pérdida del año escolar. Aunque sus demandas de fondo sobre infraestructura y gestión se mantienen, la reflexión apunta a una crisis de estrategia dentro de un movimiento históricamente combativo.
El tema, por tanto, está lejos de cerrarse. Ha escalado de ser un problema de disciplina interna a un complejo nudo que entrelaza seguridad pública, financiamiento estatal, salud mental y una profunda crisis de confianza en las instituciones. Las patrullas podrán vigilar las calles y las leyes podrán endurecer los castigos, pero la fractura que hoy se manifiesta en la educación chilena parece requerir respuestas que, hasta ahora, nadie ha logrado formular.
2025-06-05