Ha pasado más de un mes desde la noche del 10 de abril, cuando el fútbol chileno se tiñó de luto. La muerte de dos adolescentes en las afueras del Estadio Monumental y la posterior suspensión del Superclásico entre Universidad de Chile y Colo-Colo ya no ocupan los titulares inmediatos. Sin embargo, el silencio mediático no es sinónimo de resolución. Por el contrario, la distancia temporal permite analizar con mayor claridad un evento que no fue un accidente, sino el síntoma predecible de una enfermedad crónica que afecta al deporte más popular del país: la violencia estructural, la crisis institucional y la claudicación del Estado ante el poder fáctico de las "barras bravas".
La cadena de eventos comenzó antes del partido de Copa Libertadores entre Colo-Colo y Fortaleza. En medio de incidentes para ingresar al recinto, un vehículo policial atropelló y causó la muerte a dos jóvenes hinchas, de 12 y 18 años. Pese a la tragedia, el partido comenzó, solo para ser suspendido en el minuto 73 cuando miembros de la Garra Blanca, la principal barra de Colo-Colo, invadieron la cancha en señal de protesta.
La reacción institucional fue una mezcla de improvisación y respuestas tardías. Al día siguiente, y ante las amenazas de la Garra Blanca de "venganza", el gobierno, basado en un informe negativo de Carabineros que advertía sobre la imposibilidad de garantizar la seguridad, decidió suspender el Superclásico programado para ese domingo. La medida, aunque prudente, fue vista por muchos como una capitulación. "Es un triunfo para los violentos", declaró Universidad de Chile en un comunicado, reflejando la frustración de un club que había cumplido con todas las exigencias de seguridad.
Las consecuencias políticas no tardaron en llegar. La oposición exigió la renuncia del Delegado Presidencial de la Región Metropolitana, Gonzalo Durán, mientras el gobierno lo defendía, calificando el problema como "sistémico" y "mucho más amplio". La consecuencia más visible fue el anuncio del fin del plan Estadio Seguro, un programa que, tras 14 años de existencia, fue declarado un "fracaso" por el propio Ministro de Seguridad, Luis Cordero. Por su parte, Colo-Colo, enfrentando duras sanciones de la CONMEBOL y en medio de las celebraciones de su centenario, inició un proceso para identificar a los responsables mediante software de reconocimiento facial, presentando querellas contra más de una veintena de personas, varias de ellas menores de edad.
El episodio dejó en evidencia las narrativas irreconciliables que coexisten en el fútbol chileno:
Para comprender la crisis de abril de 2025 es necesario retroceder. La violencia en los estadios no es un fenómeno nuevo. Como señaló un editorial de La Tercera, la primera víctima fatal a manos de una barra brava data de 1990. Desde entonces, estos grupos han evolucionado de ser simples agrupaciones de hinchas a complejas organizaciones con poder territorial, agendas propias y una capacidad demostrada para desafiar al Estado.
Han suspendido campeonatos, como en 2019 tras el estallido social; han cancelado partidos por no poder ingresar "elementos de animación", como en el clásico universitario de 2023; y han impuesto su voluntad a través de la amenaza y la violencia. Leyes como la de Violencia en los Estadios (1994) y programas como Estadio Seguro (2012) se han mostrado insuficientes porque no han abordado la raíz del problema: la cultura de la violencia, su instrumentalización por parte del poder y el vacío social que llenan en comunidades marginadas.
El tema hoy está lejos de estar cerrado. La investigación sobre la muerte de los dos jóvenes sigue su curso, mientras la justicia determina las responsabilidades penales. El fútbol chileno opera bajo un interinato en materia de seguridad, a la espera de una nueva política pública que reemplace al fallido Estadio Seguro. Los clubes continúan invirtiendo en tecnología para controlar el acceso, pero la pregunta fundamental sigue en el aire: ¿cómo se desarticula el poder de las barras sin abordar las condiciones sociales que las nutren?
La tragedia del Superclásico que no fue obliga a una reflexión incómoda. No se trata solo de delincuentes, sino de un sistema que los ha tolerado, utilizado y, en última instancia, ha sido incapaz de controlarlos. La verdadera disyuntiva para Chile no es si el próximo clásico se jugará, sino si la sociedad en su conjunto está dispuesta a tener la conversación honesta y asumir los costos políticos y sociales necesarios para que el fútbol deje de ser un campo de batalla.