Lo que comenzó como iniciativas aisladas de vigilancia en algunas comunas, en los últimos tres meses ha madurado hasta convertirse en un fenómeno sistémico que está redibujando el mapa de la seguridad pública en Chile. La detención de un inspector municipal en La Florida por parte de Carabineros en julio pasado no fue un hecho aislado, sino el síntoma más visible de una profunda transformación: ante la percepción ciudadana de un Estado que no logra dar respuesta, los municipios han decidido tomar el control. Esta rebelión silenciosa, impulsada por alcaldes de todo el espectro político, ha generado una nueva arquitectura de seguridad de facto, una que opera en los bordes de la legalidad y que ha provocado un choque directo con las instituciones tradicionales.
El debate ya no es si los municipios deben o no participar en seguridad, sino cómo se gestiona el poder que ya han asumido.
El telón de fondo de esta transferencia de poder es una crisis de confianza. La Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (ENUSC) de 2024 reveló que un 87,5% de la población percibe un aumento de la delincuencia, una cifra que se mantiene en niveles históricamente altos. Este sentir se refleja en la evaluación del recién creado Ministerio de Seguridad, cuyo titular, Luis Cordero, se posicionó en julio como el ministro peor evaluado del gabinete, con apenas un 26% de aprobación según la encuesta Cadem.
Este vacío de liderazgo ha sido el catalizador para la acción municipal. En comunas como La Florida, el alcalde Daniel Reyes (Ind-UDI) no solo ha destinado más de $700 millones de pesos a proyectos de seguridad vecinal, como cámaras y alarmas, sino que ha defendido férreamente a sus inspectores. Tras la detención de uno de ellos, Fabio Chávez, quien intentó fiscalizar a un carabinero de franco, Reyes fue categórico: "Otros alcaldes me señalaron que les ocurrieron situaciones análogas". El incidente, que terminó con el inspector en un calabozo el día de su cumpleaños, expuso la fricción. "Llegaron en minutos a proteger a su colega, pero yo he esperado tres horas con detenidos para que nos apoyen", relató el afectado, evidenciando la tensión operativa entre las fuerzas.
El fenómeno se replica. En La Reina, el alcalde José Manuel Palacios (UDI) lanzó el programa "Escudo Comunal", con equipamiento de defensa para inspectores y patrullajes especiales. En Ñuñoa, la administración de Sebastián Sichel (Ind-Chile Vamos) implementó un dron con altavoz para advertir a los transeúntes sobre la presencia de "motochorros". Estas no son solo medidas paliativas; son la construcción de un aparato de seguridad paralelo.
La avanzada municipal ha abierto una caja de Pandora, generando un debate con posturas irreconciliables.
Desde la vereda municipal, el argumento es de pragmatismo y responsabilidad. "Los municipios hemos asumido un problema que es del Estado", afirmó el alcalde Palacios, reflejando un sentir generalizado. Los ediles se ven a sí mismos como la primera línea de respuesta ante una ciudadanía que exige soluciones inmediatas. Para ellos, la discusión sobre si sus inspectores deben portar armamento no letal o tener más facultades no es teórica, sino una necesidad operativa urgente. El alcalde Reyes, por ejemplo, calificó la Ley de Seguridad Municipal en trámite como "absolutamente insuficiente" por no abordar estas cuestiones de fondo.
Desde una perspectiva estatal y experta, surgen las advertencias. La subsecretaria de Prevención del Delito, Carolina Leitao, ha defendido el proyecto de ley del gobierno como una prioridad, aunque reconoce que "los tiempos del parlamento son los tiempos del parlamento". Mientras la legislación avanza con lentitud, expertos como Alfonso España, investigador de Horizontal, ponen en duda la capacidad real de los municipios. En una carta a El Mercurio, recordó que, según la Contraloría, el 90% de los municipios ha incumplido con requisitos básicos de planificación en seguridad desde 2016. La crítica apunta a un riesgo de acciones "ineficientes, poco efectivas y descoordinadas".
Esta desconfianza en la capacidad técnica se vio reforzada por un análisis a los perfiles de los altos funcionarios del nuevo Ministerio de Seguridad, donde se cuestionó la falta de experiencia específica en el área de varias de sus jefaturas. Se produce así una disonancia: mientras los municipios actúan con recursos y personal en el terreno, el aparato central es percibido como lento y con un déficit de especialización.
La situación actual ha superado el debate técnico para instalarse en el núcleo del contrato social chileno. El monopolio de la fuerza, pilar del Estado moderno, se encuentra en un proceso de facto de fragmentación. La pregunta ya no es cómo evitarlo, sino cómo gobernarlo.
El tema sigue en pleno desarrollo. La Ley de Seguridad Municipal avanza en el Congreso, pero las expectativas de los alcaldes ya la superan. Mientras tanto, cada comuna se ha convertido en un laboratorio de seguridad, con estrategias, tecnologías y niveles de capacitación dispares, lo que podría acentuar la desigualdad territorial: una seguridad de primera para quienes viven en comunas con más recursos, y una precarizada para el resto.
El choque entre un inspector municipal y un carabinero en una calle de La Florida fue la chispa que iluminó un cambio estructural. Chile se enfrenta a una encrucijada: o el Estado central logra rearticular su liderazgo y coordinar eficazmente a estos nuevos actores, o el país avanzará hacia un modelo de seguridad atomizado, con fronteras de autoridad difusas y una responsabilidad cada vez más localizada. La respuesta a esta disyuntiva definirá la seguridad y la cohesión social de la próxima década.