Durante más de dos años, Junior Misael Castillo Betancourt, condenado por microtráfico en Valparaíso, fue un reo más en el sistema penitenciario chileno. Sin embargo, a fines de julio de 2025, una investigación colateral destapó una realidad incómoda y alarmante: bajo una identidad falsa, Chile había mantenido encarcelado sin saberlo a alias ‘Junior enano’, uno de los cabecillas de la organización criminal transnacional Tren de Aragua. La noticia, que llegó más de 90 días después de que otros escándalos de seguridad sacudieran la agenda, no fue celebrada como un éxito de inteligencia, sino que se convirtió en el símbolo de una profunda vulnerabilidad sistémica.
Lo que pudo ser un trofeo —la captura de un alto mando criminal— se reveló como un trofeo envenenado. La tardía identificación de Castillo no expuso la eficacia del Estado, sino su ceguera. Este hecho, lejos de ser un caso aislado, es el capítulo más reciente de una saga que ha puesto en jaque la narrativa oficial sobre el control de la seguridad nacional.
Para comprender la magnitud del hallazgo de ‘Junior enano’, es necesario retroceder unas semanas. A mediados de julio, el país observaba atónito cómo Alberto Carlos Mejía Hernández, presunto sicario del Tren de Aragua y acusado del asesinato del comerciante conocido como el “Rey de Meiggs”, era liberado por una cadena de errores institucionales. Una identidad falsa, un error de tipeo en una orden judicial y una comunicación deficiente entre el Poder Judicial y Gendarmería permitieron que un criminal de alta peligrosidad saliera caminando de un centro de detención. Días después, la Fiscalía confirmaría su fuga a Perú, evidenciando no solo una falla administrativa, sino también la porosidad de las fronteras del norte.
Este episodio encendió las alarmas y generó un cruce de acusaciones entre instituciones. El ministro de Justicia, Jaime Gajardo, llamó a “no descartar ninguna hipótesis”, incluyendo la posibilidad de una operación coordinada para facilitar la fuga. Desde el extremo norte, la reacción fue aún más dura. El gobernador de Arica y Parinacota, Diego Paco, calificó la situación como “un círculo completo de un Estado fallido” y exigió la creación de una policía fronteriza especializada, argumentando que las instituciones no conversan entre sí y que la tecnología para un control efectivo no se está implementando.
La posterior revelación sobre Junior Castillo en Valparaíso demostró que el caso del sicario no era una anomalía, sino un síntoma de un mal mayor: la incapacidad del Estado para saber quién está dentro de sus fronteras y, más grave aún, dentro de sus propias cárceles.
El análisis de estos eventos revela fallas en al menos tres áreas críticas:
El fenómeno del Tren de Aragua no es exclusivo de Chile. Su expansión por Sudamérica y su reciente aparición en Estados Unidos, donde ha sido instrumentalizado en el debate político, demuestra que se trata de un desafío continental. Sin embargo, cada país enfrenta la amenaza con sus propias fortalezas y debilidades. En Chile, los eventos de los últimos meses sugieren que las debilidades han quedado peligrosamente expuestas.
La historia ya no trata sobre la captura de un delincuente, sino sobre la revisión forzada de toda una estrategia de seguridad. El debate público ha madurado, pasando de la crónica roja a un cuestionamiento profundo sobre la soberanía, la inteligencia y la capacidad del Estado para adaptarse a un nuevo paradigma criminal. El caso de ‘Junior enano’ no está cerrado; por el contrario, ha abierto una caja de Pandora cuyas consecuencias políticas y estratégicas apenas comienzan a medirse.