En los últimos tres meses, una serie de eventos aparentemente inconexos ha sacudido los cimientos institucionales de Chile. Lo que comenzó como titulares aislados sobre "narcomilitares", gendarmes corruptos y errores judiciales, ha madurado hasta revelar una narrativa inquietante: la permeabilidad del Estado frente al crimen organizado. La detención de uniformados por tráfico de drogas, la complicidad de funcionarios penitenciarios en un homicidio y la insólita liberación de un sicario por una cadena de fallos, no son incidentes separados. Son los síntomas de una crisis sistémica que ha erosionado la confianza ciudadana en las instituciones diseñadas para protegerla.
La alarma pública se intensificó a principios de julio, cuando se destapó que cinco exfuncionarios de la Fuerza Aérea de Chile (FACH) intentaron usar un avión institucional para traficar ketamina desde Iquique a Santiago. El caso desató una pugna de competencia entre la justicia militar y la civil, un debate que expuso las grietas estructurales del sistema. La fiscalía insistía en investigar los vínculos con el crimen organizado, mientras la FACH se resistía a entregar los antecedentes, una tensión que escaló hasta requerir la intervención del Presidente Gabriel Boric, quien calificó de "imperativo" que se colaborara con el Ministerio Público.
Este no fue un hecho aislado. Poco después, se conoció que exmiembros del Ejército operaban desde 2024, realizando al menos diez envíos de droga desde el norte del país, con un suboficial actualmente prófugo. A esto se sumaron otros hallazgos de droga en cuarteles militares en Colchane y la detención de trece carabineros en Huara por cohecho. La académica Lucía Dammert, en una columna en La Tercera, diagnosticó el problema: la consolidación de la criminalidad organizada se apoya en instituciones débiles y el aumento de la corrupción. La decisión de involucrar a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, advertía, ahora mostraba sus costos.
La Contraloría General de la República añadió otra capa de complejidad al revelar que 487 funcionarios del Ejército viajaron fuera del país mientras estaban con licencia médica entre 2023 y 2024, lo que llevó a la institución a iniciar 120 procesos disciplinarios por "graves infracciones al principio de probidad".
La permeabilidad no se detuvo en las fronteras ni en los cuarteles. Dentro de los recintos penitenciarios, la situación se reveló igualmente grave. A la detención de un gendarme en la cárcel Colina 1 por ingresar drogas y celulares, se sumó un caso de una brutalidad y complicidad alarmantes en la cárcel de Arica.
Una investigación de CIPER, basada en imágenes de cámaras de seguridad, reveló cómo tres gendarmes presuntamente facilitaron el homicidio del recluso Cristian Díaz a manos de otro interno, Jordan Mejías. Los registros muestran que Mejías no fue revisado antes de salir al patio, a diferencia de la víctima. Las cámaras fueron convenientemente movidas para no grabar el momento del apuñalamiento, y los funcionarios habrían obligado a Díaz a salir al patio donde su atacante lo esperaba con un arma de grandes dimensiones. Este hecho demostró que la corrupción no solo permite el ingreso de elementos prohibidos, sino que puede llegar a la complicidad activa en crímenes violentos, transformando a la cárcel en un territorio sin ley, gobernado desde adentro y con la venia de algunos de sus custodios.
El punto de inflexión de esta crisis sistémica fue la liberación de Alberto Carlos Mejía Hernández, sicario venezolano implicado en el asesinato del comerciante José Felipe Reyes, conocido como el "Rey de Meiggs". El 10 de julio, tras decretarse su prisión preventiva, una serie de oficios confusos y presuntamente erróneos emitidos desde el 8º Juzgado de Garantía de Santiago, y una aparente falta de verificación por parte de Gendarmería, permitieron su salida de la cárcel Santiago 1.
La fuga fue tan audaz como el error que la permitió: Mejía Hernández pagó 2,5 millones de pesos en efectivo a un taxista para que lo llevara a Iquique y, en menos de 48 horas, cruzó a Perú por un paso no habilitado, amparado por una "red de protección" que, según el gobierno, ya está identificada. La policía peruana activó una búsqueda internacional bajo otras posibles identidades.
El escándalo provocó un terremoto institucional. La Corte Suprema inició una investigación, la jueza Irene Rodríguez fue suspendida y posteriormente declaró en calidad de imputada por "prevaricación culposa", y el Congreso convocó a sesiones especiales. Figuras mediáticas como José Antonio Neme canalizaron la indignación pública: "¡Nos están viendo la cara de imbéciles!", una frase que encapsuló la percepción de una ciudadanía que ve cómo las instituciones fallan en cadena, liberando a un peligroso criminal que hoy sigue prófugo.
Lo ocurrido en los últimos meses trasciende los casos individuales. La conexión entre militares traficantes, gendarmes cómplices y un sistema judicial que comete errores de esta magnitud dibuja un Estado con serias dificultades para cumplir su función más básica: garantizar la seguridad y la justicia. El debate ya no es sobre "manzanas podridas", sino sobre la integridad estructural de las instituciones. La crisis está abierta, las investigaciones siguen en curso y la pregunta que resuena en la opinión pública es si el Estado chileno tiene la capacidad y la voluntad para reparar estas grietas profundas y reconstruir una confianza que hoy parece rota.