A fines de marzo, un correo electrónico notificó a miles de usuarios el fin del viaje: Awto, la startup pionera del carsharing en Chile, cesaba sus operaciones. Dos meses después, la promesa de una ciudad con menos autos particulares se desarma pieza por pieza en subastas online. Los mismos citycars y camionetas que alguna vez representaron una alternativa de movilidad flexible y económica, hoy se rematan al mejor postor, marcando el epílogo tangible de un proyecto que, durante casi una década, intentó cambiar la forma en que los chilenos se mueven por la ciudad.
El cierre de Awto no fue sorpresivo, sino la culminación de una serie de desafíos que expusieron la fragilidad de su modelo. Nacida en 2016 con el respaldo del grupo Kaufmann, la empresa creció hasta operar una flota de casi mil vehículos. Su propuesta era atractiva: cada auto compartido podía reemplazar hasta siete vehículos privados, optimizando su uso del 3% al 40% y ofreciendo tarifas considerablemente más bajas que los taxis o las aplicaciones de transporte. Sin embargo, la realidad operativa demostró ser más compleja.
El modelo de Awto, intensivo en capital —requería comprar y mantener una flota propia—, se enfrentó a una tormenta perfecta. Por un lado, la irrupción y consolidación de aplicaciones como Uber, Didi y Cabify, con un modelo de negocio más ligero y escalable que no depende de activos propios, redefinió las expectativas del mercado. La pandemia de COVID-19 asestó un golpe brutal, con cuarentenas que desplomaron la demanda de viajes.
A estos factores externos se sumaron espinas internas. Los altos costos operativos, que incluían mantenimiento, seguros, permisos y convenios con municipios y centros comerciales para asegurar estacionamientos exclusivos, presionaban constantemente los márgenes. A esto se agregó un problema cultural y de seguridad: el mal uso, los robos y los fraudes, como la denuncia por la venta ilegal de 51 de sus vehículos, encarecieron la operación y evidenciaron una brecha entre la confianza que requería el sistema y el comportamiento de una parte de sus usuarios. La estocada final llegó en 2024, cuando una campaña para levantar capital fresco fracasó, sellando el destino de la compañía.
El fin de Awto desató un debate que trasciende el caso particular. Desde una perspectiva puramente empresarial, fue la crónica de un modelo de negocio que no logró la sostenibilidad financiera. Sin embargo, visiones como la del urbanista Pablo Allard sugieren una lectura más profunda: no es necesariamente el fracaso del paradigma de la movilidad compartida, sino un síntoma de su inmadurez en el contexto chileno.
Esta visión plantea una disonancia constructiva: la tecnología estaba lista, pero la ciudad y su cultura, no del todo. La idea de "suscribirse" al transporte en lugar de poseer un auto sigue siendo una meta deseable para urbes más eficientes y menos contaminadas. El problema, como demostró Awto, es que ese futuro no llega solo con una aplicación; requiere infraestructura adecuada, regulación inteligente y, crucialmente, un cambio en la relación cultural con la propiedad y el bien común.
Este punto se refuerza al observar el destino de otras iniciativas de la "economía compartida", como la fallida operación de Mobike o las dificultades de varias startups de scooters. El patrón sugiere que los modelos que implican compartir activos físicos de alto valor enfrentan barreras significativas en el país.
Mientras la flota de Awto se liquida, el mercado de la movilidad no se detiene; se transforma. Apenas un mes después del cierre de la startup, Cabify anunció una inversión de 25 millones de dólares para convertirse en el transporte oficial del Aeropuerto de Santiago, adquiriendo una flota de 50 vans. Este movimiento es revelador: el capital sigue fluyendo hacia la movilidad, pero se dirige a modelos de negocio con reglas más claras, mercados definidos y, en este caso, un marco regulatorio específico como el de una concesión aeroportuaria.
La caída de Awto, por tanto, no es un réquiem por la movilidad compartida, sino una lección costosa. Demuestra que la innovación no solo depende de una buena idea tecnológica, sino de su encaje en un ecosistema complejo de factores económicos, sociales y regulatorios. El sueño de una ciudad menos congestionada y más colaborativa sigue vigente, pero su materialización exigirá modelos de negocio más resilientes y una sociedad dispuesta a asumir las responsabilidades que implica compartir.