Han pasado más de 60 días desde que Jeannette Jara (PC) ganó con un holgado 60% las primarias del oficialismo, un resultado que no solo la ungió como la candidata única de la coalición de gobierno, sino que detonó un reordenamiento sísmico en el panorama político chileno. Lo que en un principio parecía una contienda electoral sobre seguridad, economía y reformas, mutó en cuestión de horas. Hoy, la elección presidencial de noviembre se libra en un campo de batalla diferente: el de la memoria. La victoria de Jara, la primera de una militante comunista en una primaria amplia en la historia de Chile, resucitó fantasmas que parecían confinados a los libros de historia y convirtió el debate sobre el futuro del país en una disputa sobre cómo interpretar su pasado.
La relevancia actual del triunfo de Jara no reside únicamente en su posición en las encuestas —que la mostraron competitiva desde el primer día—, sino en su capacidad para actuar como un catalizador de narrativas históricas. La pregunta que domina el ambiente ya no es solo qué modelo de país se quiere construir, sino qué fantasmas del pasado se está dispuesto a invocar o a exorcizar.
La respuesta de la oposición y de ciertos círculos económicos fue inmediata y contundente. El mismo día de la elección, el partido de centro Amarillos por Chile emitió una declaración pública cuestionando el liderazgo de Jara e invitándola a alejarse de “fórmulas autoritarias como las que representan los gobiernos de Corea del Norte, Cuba, Venezuela y Nicaragua”.
El discurso se agudizó rápidamente. El economista Sebastián Edwards, en una entrevista el 29 de junio, trazó un paralelismo directo con la Unidad Popular: “El programa escueto que presentó Jara es extremadamente parecido al de Salvador Allende”. Esta comparación se convirtió en el eje de la crítica. Semanas más tarde, el 23 de julio, el expresidente de la CPC, Juan Sutil, fue más allá, comparando a Jara con Hugo Chávez, acusando que este último también se presentó de manera “ordenadita” antes de “traicionar al pueblo venezolano”.
La ofensiva discursiva no fue solo local. El historiador británico Niall Ferguson, en una visita a Chile el 30 de julio, declaró que “es difícil creer, después de todo lo que Chile ha vivido, que alguien quiera ver a una comunista como Presidenta”. Estas declaraciones, provenientes de figuras influyentes en el mundo económico y académico, consolidaron un marco narrativo que define la candidatura de Jara no por sus propuestas, sino por la carga histórica de su partido. El “fantasma del comunismo”, como lo tituló una carta al director en La Tercera, había regresado oficialmente a la arena política como un actor principal.
Si bien la estrategia de la derecha era predecible, el triunfo de Jara expuso con mayor crudeza las tensiones latentes dentro de la propia izquierda. Las primarias no fueron un mero trámite; fueron una batalla ideológica. El 19 de junio, días antes de la votación, la entonces precandidata Carolina Tohá (PPD) había sincerado su postura en una entrevista con Mega: “No soy partidaria de que el PC gobierne al país”. A su vez, el secretario general del PS, Arturo Barrios, había sentenciado el 13 de junio que “con Jara no ganamos la segunda vuelta”.
Estas declaraciones, que en su momento fueron vistas como tácticas de campaña, revelaron una profunda desconfianza del Socialismo Democrático hacia su socio de coalición. Tras la victoria de Jara, estos partidos se vieron obligados a cuadrarse detrás de ella, pero el malestar persistió. El debate se trasladó entonces a la figura de la propia candidata: ¿podría representar a una centroizquierda que, históricamente, ha mantenido distancia con el Partido Comunista?
La propia Jara pareció acusar recibo de esta presión. Durante semanas, se especuló con la posibilidad de que suspendiera su militancia en el PC, un gesto para atraer al electorado de centro. La discusión, ventilada públicamente a principios de julio, evidenció la tensión interna entre la cúpula del partido y el comando de la candidata. Finalmente, Jara decidió no hacerlo, argumentando: “No voy a combatir el anticomunismo dejando de ser comunista”. Sin embargo, en otras instancias, como al ser consultada por la definición “marxista-leninista” de su partido, optó por distanciarse, remitiendo la pregunta a la directiva del PC. Este equilibrio precario —entre la lealtad a su historia y la necesidad de ampliar su base— se ha convertido en el principal desafío de su campaña.
Lo que el triunfo de Jeannette Jara ha provocado es una disonancia cognitiva a nivel nacional. Ha forzado a la sociedad chilena a confrontar sus traumas no resueltos. El rector Carlos Peña, en una columna del 5 de julio, intentó introducir un matiz en el debate, calificando la campaña de “anticomunismo” como “absurda y tonta”, sin por ello dejar de ser crítico con las ideas del PC. “No estoy dispuesto a falsear los hechos”, afirmó, llamando a un rigor intelectual que parece ausente en la contienda.
La situación ha redefinido las estrategias de todos los candidatos. José Antonio Kast (Republicanos) ha encontrado un terreno fértil para su discurso de orden y defensa de los valores tradicionales, mientras que Evelyn Matthei (Chile Vamos) se ha visto en una posición más compleja, intentando capturar un centro que se siente amenazado tanto por la izquierda como por la derecha más dura. La propia Jara, en un gesto de sororidad política, solidarizó con Matthei el 18 de julio, cuando esta denunció una “campaña asquerosa” en su contra, presuntamente orquestada desde sectores cercanos a Kast.
El tema, por tanto, ya no está cerrado. Ha evolucionado de una noticia política a un profundo debate cultural e histórico. La carrera presidencial chilena se ha convertido en un laboratorio para observar cómo una sociedad lidia con su memoria. El resultado de noviembre no solo definirá al próximo ocupante de La Moneda, sino que también ofrecerá una respuesta a una pregunta que Chile creía haber dejado atrás: ¿cuánto pesa realmente el pasado a la hora de decidir el futuro?