La orden del presidente Donald Trump de reabrir Alcatraz, más de 60 años después de su cierre, no responde a una necesidad penitenciaria. El sistema federal tiene camas vacías y los costos operativos de la isla son prohibitivos, un hecho que ya provocó su clausura en 1963. La decisión, anunciada en los primeros meses de su segundo mandato, es una pieza de comunicación política. Alcatraz no se reabre como cárcel, sino como un escenario.
Su propósito es materializar una narrativa de “ley y orden” en su forma más pura y visualmente potente. En un contexto de polarización y desconfianza en las instituciones, el gobierno opta por un símbolo universalmente reconocido de dureza implacable. La Roca, hogar de Al Capone, se convierte en un mensaje directo: el Estado no solo castiga, sino que lo hace de forma ejemplar y televisada. La visita de la fiscal general Pam Bondi, en medio de controversias como el caso Epstein, refuerza esta idea. El viaje a la isla no era para evaluar su viabilidad, sino para generar una imagen de fortaleza y desviar la atención. El objetivo inmediato no es encarcelar, es dominar el ciclo de noticias con un espectáculo de poder.
El modelo Alcatraz no se limita a una isla en la bahía de San Francisco. Es el prototipo de una nueva doctrina de control social que ya se está expandiendo. La señal más clara es el surgimiento de centros como “Alligator Alcatraz” en Florida, una instalación para inmigrantes construida en los Everglades. Su principal característica de seguridad no son los muros, sino el entorno hostil: caimanes y pantanos. La naturaleza misma se convierte en parte del castigo.
Este modelo tiene dos pilares. Primero, la tercerización del castigo. Empresas como GEO Group y CoreCivic ven una “oportunidad sin precedentes” en la reapertura de prisiones cerradas. El Estado delega la gestión de estos centros, creando un sistema penitenciario paralelo, con menos supervisión y un claro incentivo económico para mantener altas las tasas de encarcelamiento. Segundo, la especialización temática. Cada centro se diseña con una narrativa propia. Alcatraz para los “peores de los peores”, Guantánamo para presuntos criminales extranjeros, y centros como Alligator Alcatraz para inmigrantes. Se crea una geografía del castigo, donde cada lugar tiene un rol simbólico específico.
Este sistema transforma la justicia en un producto de consumo mediático. Las prisiones se convierten en sets de un reality show permanente, donde el público puede ver el castigo de los “enemigos” designados por el poder. La eficiencia judicial o la rehabilitación dejan de ser relevantes. Lo que importa es la percepción de mano dura.
A largo plazo, la consolidación de la “justicia como espectáculo” redefine el contrato social. El Estado ya no se presenta como un garante de derechos universales, sino como un protector que ofrece seguridad a sus ciudadanos leales a cambio de la exclusión y el castigo visible de los “otros”. La presunción de inocencia y el debido proceso se debilitan frente a la necesidad de alimentar el espectáculo.
Este cambio genera dos futuros plausibles y divergentes. En uno, la ciudadanía, cansada de la inseguridad y la polarización, acepta este modelo. El castigo ejemplar se normaliza como la principal herramienta de gobierno, y la demanda por más “Alcatraces” crece. La crítica a este sistema se vuelve políticamente costosa, asociada a la debilidad o la complicidad con el crimen.
En un escenario alternativo, una coalición de actores —desde activistas de derechos humanos y grupos ambientalistas hasta juristas y políticos de la oposición— logra exponer las fallas del modelo. Demuestran que es económicamente insostenible, legalmente cuestionable y socialmente corrosivo. Logran articular que la seguridad real no proviene de prisiones icónicas, sino de instituciones funcionales, cohesión social y políticas de prevención. El punto de inflexión será cuando una parte significativa de la sociedad se pregunte si el espectáculo del castigo realmente los hace sentir más seguros o simplemente más temerosos.