Han pasado más de 60 días desde que el Instituto de Salud Pública (ISP) quedara paralizado por un ciberataque. Lo que inicialmente se comunicó como un “incidente de ciberseguridad” el 27 de junio, se convirtió en una parálisis de 12 días que trascendió el simple error 404. La crisis obligó a liberar medicamentos y cosméticos en aduanas sin los certificados correspondientes para evitar un colapso logístico y generó una ola de incertidumbre en el sector privado, que vio sus operaciones regulatorias suspendidas.
Con la perspectiva del tiempo, el evento del ISP ya no es noticia de última hora, sino un caso de estudio sobre la vulnerabilidad de la infraestructura crítica nacional. La investigación, que rastreó el origen de la intrusión hasta el Reino Unido, sigue sin identificar a los responsables, pero el diagnóstico político fue claro y contundente. El senador Iván Flores (DC), presidente de la Comisión de Salud, apuntó a un problema más profundo: “La precariedad del Estado es lo que hoy día genera este tipo de problemas. No es un problema de negligencia de personas (...), es una cuestión estructural y política”. Su declaración resuena hoy con más fuerza, sugiriendo que el hackeo fue la fiebre que reveló una enfermedad sistémica.
El ataque al ISP no ocurrió en un vacío. Apenas unas semanas después, el 21 de julio, una vulnerabilidad masiva en los servidores SharePoint de Microsoft ponía en jaque a miles de organizaciones en todo el mundo, incluyendo agencias federales de Estados Unidos. Este contexto global demuestra que la fragilidad chilena es parte de un ecosistema digital interconectado y expuesto. La pregunta ya no es si las defensas de una institución local son suficientes, sino cómo el país se integra en una red de seguridad global frente a amenazas que no respetan fronteras.
Pero mientras el debate público y técnico se centraba en la protección de grandes infraestructuras, el paradigma de la amenaza ya estaba mutando. El 22 de julio, un caso en Inglaterra encendió una nueva alarma: una mujer fue estafada con 15 mil dólares tras recibir una llamada de su “hija”, cuya voz fue clonada a la perfección mediante Inteligencia Artificial para simular un secuestro.
Este hecho, aparentemente lejano, redefine el concepto de ciberseguridad para el ciudadano común. La amenaza ya no es un hacker anónimo atacando una base de datos lejana; es una tecnología capaz de manipular la realidad más íntima —la voz de un ser querido— con fines delictivos. Se pasó de la vulnerabilidad de los datos a la vulnerabilidad de las emociones y la confianza, un terreno mucho más difícil de proteger con parches de software.
Frente a este escenario dual —infraestructuras frágiles y amenazas personalizadas por IA—, la respuesta ha comenzado a articularse, transitando desde la reacción hacia la proactividad. A nivel global, la carrera armamentista tecnológica ya está en marcha. Investigadores, como los citados por WIRED el 29 de julio, están desarrollando modelos de IA como UNITE, capaces de detectar videos y audios falsos analizando no solo rostros, sino el contexto completo de una imagen, en un juego del gato y el ratón donde la misma tecnología que crea el problema se usa para resolverlo.
En Chile, esta nueva doctrina de ciberseguridad está tomando forma institucional. El 31 de julio, el CiberLab, una alianza estratégica entre el Centro de Innovación de la Universidad Católica y el Ejército de Chile, anunció sus planes para el próximo bienio. Su agenda es un reflejo directo de las nuevas amenazas: la creación del primer Laboratorio de CiberMovilidad para proteger vehículos civiles y militares de hackeos, el desarrollo de una Unidad de Análisis de Inteligencia de Amenazas con IA, y el testeo de tecnologías cuánticas para asegurar la red eléctrica nacional.
Esta iniciativa público-privada-académica marca un punto de inflexión. El foco ya no está solo en defender lo existente, sino en anticipar y construir resiliencia para el futuro. La colaboración entre la academia, las fuerzas armadas y el sector privado sugiere que se ha comprendido la naturaleza multifacética del desafío.
El tema ya no está cerrado; ha evolucionado. El hackeo al ISP fue el prólogo de una discusión nacional mucho más compleja. La crisis silenciosa que expuso la fragilidad digital de Chile ha abierto un debate que va más allá de la inversión en tecnología. Implica la necesidad de una estrategia nacional de ciberseguridad robusta, la formación de talento especializado y, fundamentalmente, la educación de una ciudadanía crítica y consciente de que en la era de la IA, ver —o escuchar— ya no es necesariamente creer. La confianza digital se ha convertido en el recurso más valioso y, a la vez, el más vulnerable.