A más de dos meses de la tragedia, las aguas del río Guadalupe en Texas fluyen con una calma que desmiente la furia desatada durante el fin de semana del 4 de julio. El eco de las sirenas y los helicópteros se ha apagado, pero en las comunidades de la región de Hill Country, especialmente en el condado de Kerr, persiste un debate profundo y doloroso. La inundación que cobró la vida de casi 100 personas, muchas de ellas menores de edad, no solo dejó un rastro de destrucción material, sino que también agrietó la narrativa de la inevitabilidad, abriendo un crudo examen sobre la prevención, la responsabilidad y las prioridades políticas.
La catástrofe se gestó con una rapidez aterradora. En la madrugada del 5 de julio, lluvias torrenciales, subestimadas por los pronósticos iniciales, provocaron que el río Guadalupe creciera casi ocho metros en menos de una hora. La violenta crecida arrasó con casas, vehículos y cabañas de veraneo, sin dar tiempo a la evacuación.
El epicentro del dolor fue el Camp Mystic, un campamento cristiano para niñas con casi un siglo de historia. Allí, lo que debía ser una celebración estival se convirtió en una lucha por la supervivencia. El campamento confirmó la muerte de 27 niñas y monitoras. Los testimonios de las sobrevivientes describen una noche de terror, nadando en la oscuridad entre escombros y rezando por sus compañeras. En medio del caos, surgieron actos de heroísmo, como el de las jóvenes monitoras mexicanas Silvana Garza y María Paula Zárate, quienes lograron poner a salvo a 20 niñas, llegando a escribir sus nombres en los brazos para una posible identificación posterior. O la trágica historia de RJ Harber, un padre que, tras alertar a otras familias, no logró salvar a sus propias hijas, cuyos cuerpos fueron encontrados juntos, río abajo.
La respuesta oficial fue inmediata en su despliegue pero divergente en su discurso. Mientras los equipos de emergencia rescataban a más de 850 personas, el presidente Donald Trump declaraba el estado de “gran desastre” y el gobernador de Texas, Greg Abbott, enmarcaba la tragedia en un discurso de fe y oración, afirmando que “rezar funciona”.
Con el paso de las semanas, la narrativa de un desastre puramente natural comenzó a ser cuestionada desde múltiples frentes, revelando una disonancia fundamental sobre las causas y responsabilidades.
La tragedia de Texas no es un hecho aislado. Se inscribe en un contexto más amplio donde la intensificación de eventos climáticos extremos pone a prueba la infraestructura y los sistemas de prevención. La inundación de 1987 debió servir como una advertencia histórica, pero la memoria pareció desvanecerse ante consideraciones económicas de corto plazo. Este desastre pone en evidencia una tensión crítica: mientras la ciencia advierte sobre la necesidad de mayor preparación, las decisiones políticas y la voluntad ciudadana para financiarla no siempre van a la par.
Hoy, la fase de búsqueda y rescate ha terminado. La discusión se ha trasladado al Congreso, a las oficinas gubernamentales de Texas y a los concejos municipales. Las preguntas que flotan sobre el valle del río Guadalupe son estructurales: ¿Se restaurarán los fondos y el personal del Servicio Meteorológico Nacional? ¿Invertirá finalmente el condado de Kerr en el sistema de alerta que se discutió hace décadas? ¿Servirá esta tragedia para redefinir la gestión del riesgo como una inversión esencial y no como un gasto prescindible?
La inundación de Texas fue, en su origen, un fenómeno meteorológico. Pero su desenlace catastrófico, analizado con la distancia del tiempo, revela una confluencia de factores humanos: la erosión de la capacidad científica del Estado, la priorización de la austeridad sobre la seguridad y una fe en que la tragedia, simplemente, no volvería a ocurrir.