Hace poco más de un mes, la contienda presidencial chilena se vio sacudida por una acusación que trascendió la habitual crítica política. La candidata de Chile Vamos, Evelyn Matthei, denunció una "campaña asquerosa" orquestada, según ella, desde las filas del Partido Republicano. El ataque no consistía en argumentos, sino en la difusión de videos manipulados y rumores en redes sociales que cuestionaban su salud mental, sugiriendo que padecía Alzheimer. La respuesta inicial fue una amenaza de judicialización que, tras días de alta tensión y negociaciones internas, fue suspendida.
Este episodio, que a primera vista parece una rencilla más en la polarizada arena política, es en realidad la manifestación local de un fenómeno global que ha madurado peligrosamente: la instrumentalización de la violencia digital como arma política. Lo que ocurrió no fue un simple exabrupto, sino la evidencia de un ecosistema donde la desinformación coordinada, el uso de inteligencia artificial para crear falsedades y la movilización de ejércitos de cuentas anónimas se han convertido en una estrategia normalizada para destruir la reputación de los adversarios y, con ello, la calidad del debate democrático.
El ataque contra Matthei siguió un guion que se repite a nivel internacional. Primero, se crea y difunde una narrativa simple y dañina. En este caso, se explotó un estereotipo de género, presentando a una mujer poderosa como "histérica" o mentalmente inestable. Como señaló la académica Paula Walker, esta violencia digital es una continuación de métodos históricos para silenciar a mujeres influyentes, desde declararlas "locas" hasta castigos más brutales. La tecnología solo ofrece un nuevo soporte para una vieja práctica.
Segundo, la difusión se magnifica a través de redes de cuentas, muchas de ellas anónimas o automatizadas (bots), que generan la ilusión de un descontento masivo y orgánico. La defensa del candidato republicano, José Antonio Kast, se centró en desmarcarse de las acciones de terceros anónimos —"Yo me puedo hacer responsable de mi cuenta", afirmó—, una postura que expone una zona gris de responsabilidad política: ¿hasta qué punto un líder es cómplice de las tácticas que emplean sus adherentes más radicales si se beneficia de ellas?
Finalmente, la respuesta del propio sector político fue vacilante. La decisión de los senadores de RN de retirar la denuncia, tras la presión interna de no "judicializar" la campaña y arriesgar la unidad de la derecha, demostró cómo el cálculo electoral puede primar sobre la defensa de principios básicos de convivencia democrática. La ofensiva fracasó, no por falta de mérito, sino por pragmatismo político.
El caso chileno no es una anomalía, sino la aplicación de un manual probado en otras latitudes. Pocos días antes del conflicto Matthei-Kast, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, compartió en su red social un video generado con inteligencia artificial que mostraba a Barack Obama siendo arrestado. El acto, difundido desde la máxima tribuna de poder mundial, legitima el uso de "deepfakes" como herramienta de propaganda, borrando aún más la línea entre la realidad y la ficción.
En España, el fenómeno escaló a un nivel más alarmante. Grupos de odio como "Deport Them Now" utilizaron Telegram no solo para difundir bulos racistas, sino para organizar activamente "cacerías" de inmigrantes en la ciudad de Torre Pacheco. La violencia digital se tradujo en violencia física. Un informe del gobierno español reveló la ineficacia de las plataformas para contener estos discursos: solo el 4% de los mensajes de odio denunciados se retiran en las primeras 24 horas, un período clave para frenar su viralización. TikTok, por ejemplo, retiró el 69% del contenido denunciado, mientras que X (antes Twitter) solo el 15%.
Estos ejemplos demuestran una progresión: de la desinformación política (Chile) y el uso de IA por parte de líderes (EE.UU.), a la organización de violencia real (España). El denominador común es un espacio digital convertido en un campo de batalla sin reglas claras.
La tregua en Chile es frágil. La suspensión de la denuncia fue condicionada a que los ataques cesaran, y la propuesta del diputado Diego Schalper de firmar un "compromiso de condena a la violencia digital" entre los candidatos es un intento de establecer un nuevo código de conducta. Sin embargo, el problema de fondo persiste.
La plaza pública está rota. El debate ya no se fractura solo por diferencias ideológicas, sino por la acción deliberada de actores que buscan dinamitarlo. La convergencia de la desinformación, la inteligencia artificial y la violencia organizada ha creado una crisis sistémica que pone a prueba la resiliencia de la democracia. La pregunta que queda abierta, tanto en Chile como en el mundo, es si las instituciones políticas y los ciudadanos serán capaces de reconstruir un espacio de diálogo antes de que sea demasiado tarde.