A mediados de julio, en una cancha de fútbol amateur en Colina, se desplegó en minutos un drama que condensa una de las tensiones más profundas del Chile actual. Un partido de fin de semana se transformó en una escena de caos cuando un individuo comenzó a amenazar a los presentes con un arma. Marcelo Eguía Martínez, un militar de franco, intervino. El resultado: Eguía fue asesinado a tiros. Segundos después, su agresor también cayó muerto.
La primera versión, que recorrió rápidamente los medios, apuntaba al hijo de 17 años de Eguía como el autor del segundo homicidio, un acto de venganza o defensa desesperada. Sin embargo, a más de un mes de los hechos, la narrativa se ha vuelto turbia y compleja. El adolescente fue formalizado, pero el tribunal desestimó la internación provisoria solicitada por la fiscalía, decretando solo arresto domiciliario nocturno. La razón principal de esta cautela judicial radica en la tesis de la defensa, que postula un escenario radicalmente distinto: que en el forcejeo, el militar y su atacante se habrían matado mutuamente, y que el joven, pese al trauma de presenciar la muerte de su padre, sería inocente del disparo fatal.
Este caso no es un hecho aislado. Casi en paralelo, en Puchuncaví, un adulto mayor enfrentó a un grupo de seis delincuentes que irrumpió en su hogar. En la lucha, logró arrebatarle el arma a uno de ellos, dando muerte a un asaltante e hiriendo de gravedad a otro. Aunque fue detenido inicialmente, el Ministerio Público ordenó su liberación mientras se investiga una posible legítima defensa.
Ambos eventos, ocurridos con días de diferencia, dejaron de ser meras crónicas policiales para convertirse en el epicentro de un debate nacional sobre los límites de la violencia, la ausencia del Estado y el derecho de los ciudadanos a defenderse.
La percepción de que el Estado llega tarde no se limita a la respuesta policial inmediata. Se extiende, como una mancha de aceite, a todo el aparato judicial. A fines de julio, la Agrupación En Busca de Justicia, que reúne a más de 30 familias víctimas de delitos violentos, convocó a una marcha desde La Moneda hasta la Fiscalía Nacional.
Sus testimonios son el eco de una frustración acumulada. "Soy la mamá del comisario de la PDI, Daniel Valdés Donoso, que fue asesinado (...) llevamos dos años seis meses sin conseguir justicia", declaraba una de las madres en un video de la convocatoria. Otra mujer, pareja de un hombre asesinado, apuntaba a las "nulas respuestas que hemos obtenido desde Fiscalía" y al "abandono en las causas".
Este movimiento ciudadano refleja que la desconfianza no es solo hacia el delincuente, sino también hacia el sistema que debería procurar justicia. Cuando las carpetas investigativas se estancan y las diligencias se demoran, la sensación de abandono se vuelve insostenible. Es en este vacío de confianza donde germina la idea de que la única justicia posible es la que se ejerce por mano propia.
Lo que los casos de Colina, Puchuncaví y las marchas de víctimas ponen de manifiesto es una fisura en el contrato social, ese acuerdo implícito donde los ciudadanos ceden al Estado el monopolio del uso de la fuerza a cambio de protección y justicia. Cuando el Estado es percibido como un actor ausente, lento o ineficaz, algunos ciudadanos sienten que ese pacto se ha roto y que deben recuperar la capacidad de ejercer la violencia para sobrevivir.
Esta "privatización" de la seguridad plantea un dilema que incomoda y obliga a la reflexión. ¿Es el adolescente de Colina un vengador o una víctima más del colapso del sistema? ¿Es el anciano de Puchuncaví un héroe que defendió su hogar o el síntoma de una sociedad que normaliza la violencia como solución? La justicia, con sus fallos ambiguos, no parece tener una respuesta clara, reflejando la propia perplejidad de la sociedad.
El fenómeno trasciende el debate de "mano dura" versus garantismo. Se instala en una pregunta más fundamental: ¿qué ocurre cuando el miedo supera a la confianza en las instituciones? La consecuencia visible es el vecino que se arma, la comunidad que se organiza al margen de la ley y una creciente validación social de actos que, en otro contexto, serían vistos inequívocamente como crímenes.
El tema, lejos de estar cerrado, sigue en plena evolución. Las decisiones judiciales pendientes en estos casos emblemáticos y la creciente organización de las víctimas definirán los próximos capítulos de una historia que interpela directamente al modelo de convivencia en Chile. La pregunta ya no es si el Estado debe actuar, sino si aún está a tiempo de restaurar un pacto que, para muchos, ya parece irremediablemente roto.