A fines de julio de 2025, Chile contuvo la respiración. Un potente terremoto de magnitud 8.8, ocurrido a más de 15.000 kilómetros de distancia en la península de Kamchatka, Rusia, proyectó su sombra sobre el Pacífico y activó las alarmas en todo el borde costero nacional. Por más de un día, la vida se puso en pausa: se suspendieron clases, se activaron comités de emergencia, y miles de personas se prepararon para evacuar. Hoy, a una distancia prudente de la tensión, el análisis decanta: la gran ola nunca llegó, pero la alerta se convirtió en el simulacro más realista que el país ha enfrentado en años, un examen sorpresa que midió la madurez de sus instituciones, la respuesta de su gente y la compleja relación entre ciencia, política y miedo.
La cronología de los hechos fue un crescendo de protocolos. La noche del 29 de julio, el Servicio Hidrográfico y Oceanográfico de la Armada (SHOA) emitió el primer boletín. Lo que comenzó como una evaluación, escaló rápidamente a una "amenaza de tsunami" confirmada por el Pacific Tsunami Warning Center (PTWC). El Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (SENAPRED), bajo la dirección de Alicia Cebrián, decretó Alerta Roja para las comunas costeras desde Arica hasta Los Lagos, incluyendo Rapa Nui y el Archipiélago Juan Fernández. Se convocó al Comité para la Gestión del Riesgo de Desastres (COGRID) y se instruyó una evacuación preventiva hacia la cota 30, a ejecutarse tres horas antes del arribo estimado de las olas.
El primer pulso del tsunami llegó a Rapa Nui a las 11:25 (hora continental) del 30 de julio. La variación del mar, que alcanzó una amplitud máxima de 60 centímetros, provocó inundaciones menores en la caleta de Hanga Roa, pero sin daños significativos. En el continente, el impacto fue aún menor, con variaciones de entre 30 y 80 centímetros en la mayoría de los puertos. La excepción fue Boyeruca, en la Región del Maule, que registró una perturbación de 2.4 metros, un fenómeno local que recordó la imprevisibilidad del océano. Al final del día, las alertas fueron canceladas. El país exhaló aliviado, pero las preguntas quedaron flotando en el aire.
"Nunca está de más ser más precavido que arriesgado", sentenció José Galaz, investigador de CIGIDEN. Esta frase resume el consenso en la comunidad científica. Expertos como la geógrafa Carolina Martínez y el académico Pablo Salucci validaron la decisión de las autoridades. Explicaron que, si bien los modelos matemáticos pueden predecir la trayectoria de un tsunami, la altura final de la ola es una variable compleja. La batimetría (la forma del fondo marino), la geografía de la costa y la interacción entre las ondas pueden amplificar o disipar la energía de formas inesperadas.
El recuerdo del tsunami de 2010, y en menor medida el impacto del terremoto de Japón en 2011 en las costas chilenas, pesa demasiado. El principio de precaución se impone. Sin embargo, el evento también abrió un debate sobre la comunicación del riesgo. El geógrafo Marcelo Lagos fue enfático en criticar la cobertura mediática que dio espacio a figuras como el brasileño Aroldo Maciel, quien aseguró haber "predicho" el sismo. "Es un personaje irresponsable que juega con el tema de la predicción", afirmó Lagos, desatando una discusión sobre la responsabilidad de los medios en no validar la pseudociencia en momentos de alta ansiedad pública.
La emergencia no fue ajena a la contingencia política. Mientras la candidata presidencial Jeannette Jara (PC) suspendía un importante anuncio de su comando, demostrando mesura, el diputado Sergio Bobadilla (UDI) encendía las redes sociales con un tuit que ironizaba sobre la gestión del gobierno de Michelle Bachelet en 2010. La publicación fue calificada de "miserable" e "irresponsable" por diversos actores, evidenciando cómo una crisis puede ser utilizada como arma política, incluso a riesgo de generar confusión y minar la confianza en las autoridades.
La ciudadanía, por su parte, respondió mayoritariamente con orden. Las imágenes de evacuaciones tranquilas contrastaron con la descoordinación del pasado. No obstante, se repitieron viejos vicios: el uso masivo de vehículos para evacuar, generando atochamientos que podrían ser fatales en un evento de campo cercano, y la aparición de los llamados "turistas de tsunami", personas que se acercan a la costa por curiosidad. A nivel internacional, la anécdota de un surfista desafiando las olas en Hawái o la heroica imagen de médicos rusos operando durante el sismo se viralizaron, mostrando el amplio espectro del comportamiento humano frente al desastre.
El tsunami que no fue dejó un saldo claro: el sistema de alerta temprana de Chile funciona. La coordinación entre SHOA, SENAPRED y el gobierno fue fluida y se basó en los mejores datos disponibles. Sin embargo, la experiencia dejó lecciones críticas. La necesidad de reforzar la infraestructura de alerta, como las sirenas costeras que aún no cubren todo el territorio, es una de ellas. Otra es la urgencia de una educación cívica continua sobre cómo evacuar correctamente, priorizando la caminata sobre el uso del automóvil.
Quizás la lección más profunda es sobre la gestión de la incertidumbre. En un país forjado por la fuerza de la naturaleza, la decisión de evacuar a millones por una amenaza que finalmente fue menor no es un fracaso, sino una muestra de aprendizaje. El verdadero riesgo no era la ola de tres metros que se anunciaba, sino la complacencia de pensar que, por vivir en el Cinturón de Fuego del Pacífico, ya lo hemos visto todo. La alerta de julio fue un recordatorio contundente: el mar siempre guarda una última palabra, y es mejor estar esperándola en la cota 30.