Hace más de tres meses, la guerra en Ucrania dejó de ser un conflicto lejano para muchos ciudadanos rusos. Lo que comenzó como una operación militar distante, vista a través de las pantallas, se transformó en una realidad tangible con el sonido de las alarmas antiaéreas en Moscú y la cancelación masiva de vuelos en pleno período de vacaciones. La causa no fue un avance de tanques, sino una telaraña de drones baratos, persistentes y tecnológicamente ágiles que Ucrania tejió sobre el territorio de su invasor. Este cambio de paradigma, consolidado tras la audaz “Operación Telaraña” de principios de junio, no solo alteró la estrategia militar, sino que también reescribió las reglas psicológicas y tecnológicas del enfrentamiento.
El 1 de junio de 2025, los titulares internacionales, como los de Cambio 21, reportaron un hecho sin precedentes: Ucrania había lanzado un ataque coordinado con drones que, según fuentes de seguridad de Kiev, alcanzó más de 40 bombarderos estratégicos en cuatro bases aéreas rusas, algunas a miles de kilómetros de la frontera, en plena Siberia. La operación, preparada durante más de un año, utilizó tácticas de infiltración sofisticadas, como el lanzamiento de drones desde camiones ya en territorio ruso.
El impacto fue doble. Militarmente, representó una humillación para las defensas antiaéreas de una superpotencia, demostrando una vulnerabilidad crítica en su retaguardia. Psicológicamente, rompió la burbuja de seguridad que el Kremlin había mantenido para su población. La guerra ya no estaba solo “allá”, en el Donbás; ahora sobrevolaba sus cabezas.
La respuesta de Rusia, documentada por medios como la BBC, fue inmediata y brutal. El 6 de junio, un ataque “masivo” con más de 400 drones y docenas de misiles se lanzó sobre Kyiv y otras ciudades ucranianas, en una represalia directa que el Ministerio de Defensa ruso calificó como respuesta a los “actos terroristas del régimen de Kyiv”. Se consolidó así un nuevo ciclo de acción y reacción, una guerra de desgaste a distancia donde la cantidad y la frecuencia de los ataques se volvieron un factor determinante. Hacia mediados de julio, Rusia afirmaba derribar más de 150 drones ucranianos en una sola noche, evidenciando la escala industrial que había alcanzado este nuevo frente.
Lo que siguió a la “Operación Telaraña” fue una acelerada carrera armamentista en el campo de la innovación de bajo costo. Rusia intensificó el uso de inhibidores de frecuencia para derribar los drones que operaban por radio. La respuesta ucraniana, y posteriormente la adaptación rusa, fue el desarrollo y despliegue de drones guiados por fibra óptica. Como detalló un reportaje de La Tercera, estos aparatos, conectados a su piloto por un delgado cable de hasta 15 kilómetros, son inmunes a la guerra electrónica.
Esta tecnología, aunque con limitaciones —el cable puede enredarse y su alcance es menor—, demostró la esencia de la guerra asimétrica: la agilidad para innovar con recursos limitados puede neutralizar la superioridad tecnológica convencional. La demanda por cable de fibra óptica se disparó, llevando a compradores rusos y ucranianos a competir en las mismas fábricas chinas, convirtiendo la cadena de suministro en otro campo de batalla.
Durante julio, la estrategia ucraniana evolucionó de objetivos puramente militares a una campaña de presión psicológica sobre la sociedad rusa. Medios como El País documentaron cómo oleadas de drones forzaron el cierre de los principales aeropuertos de Moscú y San Petersburgo, interrumpiendo las vacaciones de miles de rusos. El objetivo, según analistas y fuentes cercanas a Kiev, era claro: hacer que la población rusa “sintiera la guerra” y erosionar el apoyo al Kremlin.
Rusia, por su parte, abrió un frente aún más oscuro. Informes de inteligencia ucranianos, recogidos por la prensa, revelaron una campaña para reclutar a jóvenes ucranianos vulnerables —a menudo menores de edad, huérfanos o desplazados— a través de redes sociales como Telegram. Mediante ofertas de dinero o engaños bajo la apariencia de juegos online, se les inducía a realizar actos de espionaje y sabotaje. Esta táctica no solo buscaba obtener información, sino también sembrar desconfianza y fracturar el tejido social ucraniano desde dentro.
A más de 90 días de la “Operación Telaraña”, el conflicto ha entrado en una fase donde las líneas se desdibujan. La guerra ya no se libra solo en trincheras, sino en el espectro electromagnético, en las cadenas de producción globales y en la psique de la población civil. La innovación tecnológica de bajo costo ha demostrado ser un ecualizador estratégico, pero también ha expandido el conflicto a dominios impredecibles.
Mientras tanto, Ucrania enfrenta sus propios desafíos internos. Las protestas ciudadanas de finales de julio en contra de una ley que limitaba la autonomía de las agencias anticorrupción, y que el presidente Zelenskiy tuvo que revertir, demuestran la tensión entre las necesidades de la guerra y la vigilancia democrática. Esta dinámica es observada de cerca por sus aliados occidentales, de cuyo apoyo financiero y militar depende la capacidad de Ucrania para sostener esta innovadora, pero costosa, guerra de drones.
El tema no está cerrado. Ha evolucionado hacia una guerra total, más silenciosa pero más penetrante, donde un enjambre de drones puede tener tanto impacto estratégico como una división blindada, y donde el próximo campo de batalla podría ser una aplicación de mensajería o la terminal de un aeropuerto.