Lo que durante meses fue uno de los fenómenos del podcasting chileno, el programa “¿Cómo están los weones?”, terminó hace más de 60 días en un quiebre público entre sus conductores, Daniel Fuenzalida y Rosario Bravo. Hoy, con la distancia del ciclo noticioso inmediato, el conflicto deja de ser un mero episodio de farándula para convertirse en un caso de estudio sobre las frágiles dinámicas de poder, propiedad intelectual y confianza en el nuevo ecosistema de medios digitales de Chile.
La controversia estalló cuando se reveló que Fuenzalida, una figura forjada en la televisión tradicional, había inscrito la marca del programa —una frase popularizada por Bravo— únicamente a su nombre en el Instituto Nacional de Propiedad Industrial (INAPI). Según se filtró posteriormente en correos electrónicos, Bravo lo consideró un “golpe muy doloroso” y una traición a una sociedad que ella entendía como equitativa. “Muchas veces sentí que no me veías como una igual y, a pesar de eso, me quedé ahí”, escribió.
Fuenzalida, por su parte, defendió su acción como un trámite administrativo para “proteger la marca” de terceros, una práctica que, según él, aplica a todos sus proyectos. “Jamás he tenido la intención ni las ganas de hacer algo con ese nombre” sin Bravo, aseguró, atribuyendo el fin de la dupla a un “desgaste” natural. Esta disonancia entre un acto percibido como deslealtad y una justificación de resguardo empresarial es el núcleo de un debate mucho más amplio.
El caso escaló cuando emergieron acusaciones similares de otros colaboradores de Fuenzalida. Juan Luis 16, fundador del portal de espectáculos El Filtrador, emitió un comunicado detallando un patrón de comportamiento análogo. Según su versión, tras acordar una sociedad 50/50, descubrió que Fuenzalida había registrado la marca El Filtrador a sus espaldas, lo que calificó como un “acto de máxima deslealtad” y una “apropiación indebida”. Fuenzalida contradijo esta versión, acusando a su exsocio de “estafador” y afirmando que el registro fue parte de un acuerdo de negocios que no prosperó.
A esto se sumaron revelaciones sobre el registro de otras marcas, como “Me Late”, que según excolaboradores, habría sido una idea original del fallecido locutor Patricio Frez para un programa llamado “Me Late por Cristo”. El propio Fuenzalida admitió en el pasado tener una “obsesión” por registrar dominios web, enmarcando esta práctica en una “jugarreta” de hace más de una década con el comunicador Nicolás Copano.
Estas narrativas contrapuestas plantean una pregunta fundamental: ¿dónde termina la astucia empresarial y dónde empieza la vulneración de la confianza creativa? Mientras Fuenzalida se presenta como un emprendedor que busca resguardar sus inversiones, sus críticos lo señalan como alguien que capitaliza ideas ajenas en un ecosistema donde los acuerdos de palabra y las colaboraciones informales son la norma.
Este conflicto no ocurre en el vacío. Refleja las tensiones de un ecosistema mediático en plena mutación. Por un lado, la televisión abierta, aunque aún dominante en sintonía como demuestran las cifras de rating que favorecen a Meganoticias, enfrenta una crisis de modelo. La salida de figuras como Fernando Paulsen de programas emblemáticos como Tolerancia Cero por razones económicas, y su sentida declaración —“creo que me trataron como las ‘hueas’”—, evidencia la precariedad y el fin de las lealtades históricas en los medios tradicionales.
Por otro lado, el mundo digital del podcast y el streaming opera como una especie de “salvaje oeste”: un territorio de oportunidades con pocas reglas establecidas. Aquí, la credibilidad no se hereda de un gran conglomerado mediático, sino que se construye a través de la autenticidad y la conexión directa con la audiencia. El éxito de “¿Cómo están los weones?” se basó precisamente en esa química y confianza percibida entre sus conductores.
El quiebre, por lo tanto, no solo es una disputa comercial, sino una crisis de esa misma credibilidad. Pone en jaque la idea de que las figuras televisivas pueden simplemente trasplantar las lógicas jerárquicas y de propiedad de la industria tradicional a un espacio que, en teoría, valora la horizontalidad y la co-creación.
A más de dos meses de su estallido, el tema sigue abierto. Las acusaciones de Juan Luis 16 apuntan a posibles acciones legales, y la discusión pública ha obligado a creadores y audiencias a reflexionar sobre la ética de la colaboración digital. ¿Es necesario formalizar cada proyecto con contratos para evitar malentendidos? ¿O debe primar un código de conducta no escrito basado en el respeto a la autoría y la lealtad creativa?
El caso Fuenzalida-Bravo ha demostrado que, en la guerra por la relevancia en el nuevo ecosistema mediático, la batalla más importante no se libra solo por el rating o los auspiciadores, sino por la propiedad de las ideas y la confianza que las sostiene. Las reglas de este nuevo juego se están escribiendo sobre la marcha, y este conflicto es, sin duda, uno de sus capítulos fundacionales.