A más de un mes del atentado que encendió la pradera en la disputada región de Cachemira, el estruendo de los bombardeos ha cesado, pero el silencio que queda es tenso y cargado de incertidumbre. La escalada entre India y Pakistán, dos potencias nucleares, evolucionó con una velocidad vertiginosa desde la hostilidad diplomática hasta una confrontación militar directa. Hoy, con la distancia que otorga el tiempo, es posible analizar la anatomía de una crisis que, aunque predecible en su origen, dejó consecuencias tangibles y reavivó los fantasmas de un conflicto que se niega a desaparecer.
El 22 de abril, un ataque contra un grupo de turistas en Pahalgam, en la Cachemira administrada por India, se cobró la vida de 26 personas. Para Nueva Delhi, la autoría era clara: militantes respaldados por Pakistán. El primer ministro Narendra Modi prometió un "castigo inimaginable". Desde Islamabad, la respuesta fue una negativa rotunda y una advertencia contra cualquier "aventura" militar india.
Lo que siguió fue un manual de escalada. India suspendió el histórico Tratado de Aguas del Indo de 1960, una medida de enorme peso estratégico; expulsó diplomáticos y canceló visados. Pakistán respondió con reciprocidad, cerrando su espacio aéreo a aerolíneas indias y tomando medidas diplomáticas similares. La tensión se trasladó también al campo informativo: a principios de mayo, India bloqueó el acceso a los principales medios de comunicación paquistaníes y a cuentas de redes sociales de figuras públicas, acusándolos de difundir "narrativas falsas y engañosas". La batalla por el relato precedía a la batalla en el terreno.
La madrugada del 6 de mayo, la retórica se materializó en acción militar. La India lanzó la "Operación Sindoor", una serie de ataques aéreos contra nueve objetivos en territorio paquistaní y en la Cachemira administrada por Islamabad. El Ministerio de Defensa indio describió la operación como "focalizada, mesurada y de naturaleza no escalatoria", dirigida exclusivamente contra "infraestructura terrorista". Afirmaron, además, que ninguna instalación militar paquistaní había sido atacada.
Sin embargo, la perspectiva desde Pakistán fue radicalmente distinta. Las autoridades paquistaníes denunciaron que los bombardeos habían alcanzado áreas civiles, con un saldo trágico que fue creciendo hasta alcanzar los 26 civiles muertos y 46 heridos. El ataque más letal, según el portavoz militar paquistaní, ocurrió en una mezquita en Bahawalpur, donde murieron 13 personas, incluidos dos niños. La narrativa india de "ataques de precisión" se enfrentó así a la denuncia paquistaní de una agresión indiscriminada. Islamabad prometió una respuesta "en el momento que elijamos" y afirmó haber derribado cinco aviones indios, una aseveración que no fue confirmada por Nueva Delhi.
El núcleo del conflicto reside en dos visiones irreconciliables:
La comunidad internacional, con el secretario general de la ONU a la cabeza, hizo un llamado a la "máxima moderación", consciente de que cualquier error de cálculo entre estas dos naciones con arsenal nuclear podría tener consecuencias devastadoras.
Este episodio no es un hecho aislado, sino el capítulo más reciente de una disputa que se remonta a la partición del subcontinente indio en 1947. Cachemira, una región de mayoría musulmana, ha sido el epicentro de dos de las tres guerras entre India y Pakistán. La Línea de Control (LoC), la frontera de facto, es una de las zonas más militarizadas del mundo.
Un antecedente clave es la decisión de India en 2019 de revocar el Artículo 370 de su Constitución, que otorgaba un estatus semiautónomo a Jammu y Cachemira. Esta medida, si bien fue seguida por un descenso en la violencia y un aumento del turismo, también profundizó el resentimiento en sectores de la población local y fue vista por Pakistán como un acto de anexión ilegal. El atentado de abril rompió la frágil calma que se había instalado, demostrando que las causas profundas del conflicto siguen intactas.
Actualmente, la confrontación militar directa ha disminuido, pero la crisis está lejos de estar resuelta. Las relaciones diplomáticas están en su punto más bajo, la frontera sigue siendo un polvorín y la guerra de narrativas continúa. Pakistán mantiene en el aire su amenaza de represalia, dejando a la región y al mundo en un estado de alerta. La paz en el sur de Asia pende, una vez más, de un hilo muy delgado, sostenido por el frágil equilibrio del temor mutuo.