Hace poco más de dos meses, los titulares se fragmentaban entre un nombramiento fallido a la Corte Suprema, una tensa disputa electoral que amenazaba con llegar a tribunales y un cambio normativo en la Fiscalía que parecía un asunto meramente administrativo. Vistos de forma aislada, eran eventos de alto impacto pero de corta vida mediática. Sin embargo, con la distancia que ofrece el tiempo, estas piezas sueltas se ensamblan para revelar un panorama más profundo y preocupante: la creciente conversión del sistema judicial en un campo de batalla donde el poder político busca ganar terreno, erosionando silenciosamente su independencia.
La relevancia de este patrón no radica en el escándalo puntual, sino en la salud de un pilar fundamental de la democracia. Lo que está en juego es la confianza ciudadana en que las decisiones judiciales se basan en la ley y no en lealtades políticas o presiones del poder de turno.
El episodio más visible de esta tensión fue el retiro de la nominación del abogado Álvaro Vidal para integrar la Corte Suprema. Lo que se presentó como una consecuencia de controversias personales y querellas familiares, en el fondo, expuso la fragilidad de un sistema de nombramientos que sigue siendo un punto neurálgico de la influencia política. Cada vacante en el máximo tribunal abre una intensa negociación entre el Ejecutivo y el Senado, donde el mérito técnico de los candidatos a menudo compite con el "cuoteo", la afinidad ideológica y los equilibrios de poder.
Esta dinámica no es nueva, pero su persistencia alimenta la desconfianza. Como advertía un análisis de la época publicado por el Centro de Justicia Constitucional de la UDD, citando a la Comisión de Venecia, un sistema de nombramientos sano debe priorizar no solo la excelencia académica, sino también el carácter, la independencia y la capacidad de los jueces para resistir influencias externas. Cuando una nominación fracasa por factores ajenos al mérito, se refuerza la percepción de que el acceso a la alta judicatura es un juego político, debilitando la legitimidad del Poder Judicial desde su cúpula.
Si los nombramientos son la puerta principal, existen otras vías más sutiles por donde la influencia política puede filtrarse. A principios de agosto, un cambio reglamentario en el Ministerio Público encendió las alarmas. La modificación, impulsada por un acuerdo con un gremio de funcionarios y amparada en un cambio a la Ley de Partidos Políticos, abrió la puerta para que funcionarios que no son fiscales ni abogados asistentes puedan militar en partidos políticos.
La reacción interna fue inmediata. El propio Fiscal Nacional, Ángel Valencia, manifestó en el consejo general de fiscales su profundo desacuerdo con la medida, calificándola como una "mala ley" que amenaza la autonomía y credibilidad de la institución. Aunque se vio obligado a firmar el cambio para cumplir con la ley y un acuerdo previo, su postura reveló una fractura: la institución encargada de la persecución penal, cuyo principio rector es la objetividad, ahora debe convivir con la militancia partidista en sus filas. El riesgo es evidente: ¿cómo garantizar investigaciones imparciales en casos sensibles que involucren a figuras políticas si los propios funcionarios pueden tener lealtades partidistas declaradas? La objetividad no solo debe existir, sino también parecer que existe.
El tercer frente de esta erosión es el uso del sistema judicial como una herramienta estratégica en la contienda política. Durante el clímax de la tensión preelectoral entre las candidaturas de Evelyn Matthei y José Antonio Kast, el comando de la abanderada de Chile Vamos debatió abiertamente la posibilidad de "judicializar" la campaña, presentando acciones legales por lo que consideraban una "campaña asquerosa" en redes sociales.
Más allá de la legitimidad de la queja, el debate interno que se filtró a la prensa fue revelador. La discusión no se centró en la búsqueda de justicia, sino en el cálculo del costo y beneficio electoral de llevar la disputa a los tribunales. Este enfoque convierte a las cortes en una arena más de la lucha por el poder, una trinchera desde donde lanzar ofensivas mediáticas. Cuando los actores políticos instrumentalizan la justicia, la devalúan, transformando a los jueces en árbitros de disputas que deberían resolverse en el debate público y en las urnas.
Estos tres fenómenos —nombramientos politizados, permeabilidad institucional y la judicialización de la política— no son eventos aislados, sino síntomas de una tensión sistémica que se agudiza en un clima de polarización. La situación en Chile no es única; en otras latitudes, como en España, se han visto choques directos entre el Ejecutivo y el Poder Judicial a raíz de huelgas y reformas, demostrando que la defensa de la separación de poderes es una lucha constante.
El tema en Chile está lejos de estar cerrado. El debate sobre un nuevo mecanismo de nombramientos judiciales sigue pendiente en el Congreso, y las consecuencias de permitir la militancia en la Fiscalía aún están por verse. La distancia temporal nos permite ver que más allá de los protagonistas de cada controversia, lo que se ha consolidado es un modelo donde la independencia judicial se negocia, se presiona y se disputa abiertamente en la arena pública. La pregunta que queda para la reflexión ciudadana no es si la política interfiere en la justicia, sino si las defensas institucionales y la cultura cívica serán suficientes para contener una erosión que, de continuar, amenaza la base misma del Estado de Derecho.