Hace más de dos meses, el gobierno celebraba los avances de su Plan de Emergencia Habitacional (PEH), una de las promesas emblemáticas para enfrentar el creciente déficit de vivienda en Chile. Sin embargo, mientras una parte del aparato estatal acelera para cumplir la meta de 260.000 soluciones, otra, atrincherada en un laberinto de trámites, frena el motor. Esta no es una simple ineficiencia administrativa; es una contradicción sistémica que revela a un Estado que es, a la vez, promotor y obstáculo de sus propias políticas sociales. La historia, ya madura, permite ver las consecuencias de esta fricción interna: un plan cuyas cifras se cuestionan, una economía lastrada por la burocracia y una crisis habitacional que empuja a cien personas por día a vivir en campamentos.
El discurso oficial es optimista. Según datos del Ministerio de Vivienda, a mayo de 2025 se habían entregado más de 193.000 viviendas, un 74,4% de la meta. Regiones como Ñuble y Magallanes incluso la superaban. El objetivo era claro: mostrar resultados tangibles en la última cuenta pública del Presidente Boric.
Sin embargo, la Fundación Déficit Cero ha puesto un matiz crítico sobre la mesa. En su seguimiento al PEH, advierte que parte del avance se explica por la inclusión de herramientas no contempladas originalmente, como créditos FOGAES o subsidios de arriendo, que no necesariamente implican la construcción de un nuevo techo. Además, el informe subraya una profunda desigualdad territorial: mientras el sur avanza, regiones del norte como Antofagasta, con una alta demanda habitacional, apenas superan el 30% de cumplimiento. La cifra oficial, aunque abultada, no refleja la complejidad ni la distribución real del problema.
El concepto de "permisología" ha dejado de ser un término técnico para convertirse en el epicentro del debate sobre la inversión y el crecimiento. Un estudio del Centro de Políticas Públicas de la Universidad San Sebastián (USS) le puso cifras a este monstruo burocrático: en 2024, los retrasos en permisos ambientales costaron al país más de US$2.200 millones (0,7% del PIB) y frenaron la creación de 30.084 empleos permanentes. El informe es lapidario: dos de cada tres proyectos de inversión sufrieron retrasos más allá de los plazos legales.
Esta lentitud no solo afecta a grandes proyectos mineros o energéticos. Ignacio Vila, de la plataforma ICONSTRUYE, advierte que los trámites ya representan el 12,2% del valor de una vivienda en la Región Metropolitana. El problema se ha vuelto un campo de batalla político, como quedó en evidencia en el debate organizado por Icare entre las entonces candidatas Carolina Tohá y Evelyn Matthei. Mientras Matthei apuntaba a un componente ideológico en los servicios públicos que frenan proyectos, Tohá recordaba que el problema persistió durante gobiernos de derecha, acusando a la oposición de caricaturizar el debate y obstaculizar soluciones.
En respuesta a la presión transversal, el gobierno impulsó y logró la aprobación de la Ley Marco de Autorizaciones Sectoriales. El ministro de Economía, Nicolás Grau, celebró la ley como un legado que permitirá "heredar a la siguiente administración una capacidad de crecimiento estructural más grande", prometiendo reducciones de tiempo de hasta un 70% para las pymes.
Pero la ley no ha estado exenta de críticas. La columnista Catalina Binder, del Consejo de Políticas de Infraestructura (CPI), advierte que la reforma se enfoca en el síntoma (la lentitud) y no en la causa estructural: la limitada capacidad técnica del Estado, la falta de personal calificado y la descoordinación entre servicios. Señala el riesgo de que la nueva institucionalidad, con comités de resolución con un fuerte componente político, reemplace la "tramitomanía por una nueva forma de incertidumbre institucional".
Desde otra vereda, Dante Pancani, de Gestiòn Social, argumenta que el problema no es solo la norma, sino cómo se aplica, citando la paralización de obras clave como el Instituto Nacional del Cáncer por solicitudes desproporcionadas. La ley, afirma, no debe ser un espacio para "imponer criterios propios o ideológicos".
Más allá de los puntos del PIB y los debates políticos, la consecuencia más dramática de esta parálisis estatal recae sobre las personas. Sebastián Bowen, director de Déficit Cero, lanzó una cifra alarmante: cada día, 100 personas se van a vivir a un campamento en Chile. Este fenómeno, que él denomina "campamentización", evidencia que un sector creciente de la población ha perdido la confianza en las vías institucionales para acceder a una vivienda.
Al mismo tiempo, para quienes logran ser propietarios, la vivienda se convierte en una carga. Como expone el académico Francisco Labarca, entre contribuciones, IVA, impuesto al crédito y otros tributos, un propietario puede llegar a pagar al Estado un 34% del valor de su vivienda a lo largo de 30 años. Así, el Estado que promueve el acceso a la vivienda es el mismo que la grava pesadamente, en una nueva vuelta de la paradoja.
El debate, por tanto, sigue abierto. La nueva ley de permisos es un primer paso, pero su implementación será la prueba de fuego. Chile no solo enfrenta el desafío de construir más casas, sino de reformar un Estado que, en su afán por regular, ha terminado por obstaculizar su propia misión de garantizar un derecho tan fundamental como el de habitar.
2025-08-01