Hace más de dos meses, en una acción que resonó más allá de sus fronteras, la alcaldía de Cuauhtémoc en Ciudad de México retiró las estatuas de bronce de Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara. La justificación oficial, esgrimida por la alcaldesa Alessandra Rojo de la Vega, fue puramente administrativa: las esculturas, instaladas en 2017, carecían de los permisos necesarios. Sin embargo, el eco de esta decisión trasciende la burocracia y se instala en un debate mucho más profundo y familiar para Chile: la batalla por la memoria y el significado del espacio público.
Este evento no es un simple acto de ordenamiento urbano. Es el último capítulo de una “guerra de pedestales” que refleja las fracturas ideológicas de una sociedad que ya no comparte un panteón de héroes unificado. La controversia mexicana ofrece un laboratorio para analizar las tensiones que en Chile siguen latentes desde el estallido social de 2019.
La situación en México se desarrolló con una simetría reveladora. La alcaldesa Rojo de la Vega, de oposición al gobierno central, ordenó el retiro. En respuesta, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, criticó la medida y ofreció reubicar las estatuas, argumentando su valor como testimonio de un “momento histórico” ocurrido en esa ciudad.
La ironía no pasó desapercibida. La propia Sheinbaum, como Jefa de Gobierno de la capital, había ordenado años antes el retiro de la estatua de Cristóbal Colón del emblemático Paseo de la Reforma, argumentando que respondía a una demanda ciudadana, particularmente de comunidades indígenas, que veían en la figura del navegante un símbolo de opresión.
Ambas acciones, aunque impulsadas desde polos políticos opuestos, comparten un mismo mecanismo: la autoridad de turno interviene el paisaje simbólico de la ciudad. Mientras una invoca la legalidad administrativa, la otra apela a la justicia histórica. El resultado es el mismo: el pedestal queda vacío, convertido en un signo de interrogación. Este fenómeno se complejiza con la aparición de “antimonumentos”, instalaciones ciudadanas que recuerdan tragedias no resueltas —como feminicidios o masacres— y que ninguna autoridad se atreve a tocar, evidenciando que el monopolio del relato público está en disputa.
La resonancia en Chile es ineludible. El debate mexicano parece un eco de las discusiones que se tomaron el espacio público chileno a partir de octubre de 2019. La imagen del monumento al General Baquedano, intervenido, pintado y finalmente retirado de la plaza que llevaba su nombre —rebautizada popularmente como Plaza de la Dignidad—, es el ícono de nuestra propia guerra de pedestales.
El caso de Baquedano encapsula las tensiones:
Esta dicotomía no se limita a Santiago. A lo largo del país, estatuas de conquistadores como Pedro de Valdivia o de figuras ligadas a la dictadura han sido objeto de intervenciones y debates sobre su permanencia. La pregunta que surge es fundamental: ¿es posible borrar la historia al remover un monumento, o se trata más bien de un acto de actualización de la memoria colectiva, donde la sociedad decide qué valores quiere honrar en su presente?
El conflicto por los símbolos públicos no tiene una solución sencilla porque expone la falta de un consenso sobre el pasado. Tanto en México como en Chile, la discusión ha evolucionado más allá de las figuras específicas para centrarse en el proceso mismo. ¿Quién tiene la legitimidad para decidir?
La guerra de los pedestales no ha terminado. Ha entrado en una fase de reflexión latente. El pedestal vacío del General Baquedano, al igual que el espacio que dejaron las figuras de Castro y Guevara en la colonia Tabacalera, no significa el fin de la historia. Al contrario, es un potente símbolo de una narrativa en disputa, un espacio que obliga a la sociedad a preguntarse qué relato quiere construir para su futuro y, sobre todo, cómo quiere recordar las complejidades de su pasado.