A más de dos meses de su resonante triunfo en las primarias del oficialismo, la candidatura presidencial de Jeannette Jara ha transitado desde la euforia inicial hacia un complejo escenario de realineamiento político. La exministra del Trabajo, que obtuvo un sólido 60% de los votos, enfrenta hoy el desafío estructural de toda la izquierda chilena: cómo articular una mayoría social y política que trascienda sus fronteras tradicionales sin sacrificar su identidad en el intento.
El ascenso de Jara no fue sorpresivo. Su gestión en la cartera de Trabajo durante el gobierno de Gabriel Boric le otorgó una alta visibilidad y una reputación de pragmatismo. Esta imagen se vio reforzada durante las primarias, donde logró proyectar un liderazgo capaz de dialogar y, a la vez, defender con firmeza sus convicciones, como se vio en debates donde manejó con soltura las preguntas sobre los flancos históricos del Partido Comunista (PC).
Sin embargo, la victoria electoral abrió inmediatamente un frente interno. La tensión entre la figura de la candidata y la del partido se hizo palpable en las declaraciones de Lautaro Carmona, presidente del PC. Al reconocer la existencia de “desinteligencias” con la campaña, Carmona dejó en evidencia una dinámica compleja: mientras Jara busca ampliar su discurso para convocar a sectores moderados, la directiva del partido se siente en el deber de resguardar su acervo ideológico. Este contrapunto no es menor, pues representa la disyuntiva entre ser la candidata de un partido o la candidata de una coalición amplia.
El respaldo explícito del Presidente Gabriel Boric, quien afirmó que “el próximo gobierno tiene que ser mejor (...) y Jara representa eso”, fue un espaldarazo crucial. No solo ungió a Jara como su sucesora natural, sino que también envió un mensaje de unidad al resto de la coalición. Pese a ello, el desafío de la cohesión persiste.
La estrategia de la campaña para atraer al centro ha mostrado resultados mixtos. Un movimiento clave fue la mención de la respetada economista Paula Benavides como una posible carta para el Ministerio de Hacienda. El gesto buscaba proyectar responsabilidad fiscal y tender lazos con el mundo técnico, tradicionalmente escéptico de las propuestas del PC. No obstante, la propia Benavides se desmarcó de la campaña, aclarando que no mantenía vínculos con ella y que su compromiso era con su labor académica e independiente. Este episodio, aunque sutil, fue una señal de las dificultades para reclutar figuras que no provienen del núcleo duro del oficialismo.
El nudo más complejo, sin embargo, se encuentra en la relación con la Democracia Cristiana (DC). La decisión de Jara, tras un intenso debate interno en el PC, de no suspender su militancia fue un punto de inflexión. Si bien la medida reafirmó su lealtad y tranquilizó a su base, fue interpretada por sectores de la DC como una señal insuficiente para garantizar una moderación programática. El diálogo con el presidente de la Falange, Alberto Undurraga, quedó en una “pausa” autoimpuesta, a la espera de que decanten las tensiones.
Dentro de la propia DC, las posturas son divergentes. Figuras como los senadores Francisco Huenchumilla y Yasna Provoste ven con pragmatismo la necesidad de un acuerdo, principalmente para asegurar pactos parlamentarios que garanticen la supervivencia del partido. En la vereda opuesta, el ala más conservadora, respaldada por expresidentes de la colectividad, considera inviable un apoyo a una candidatura comunista.
La situación actual de la campaña de Jeannette Jara no es un hecho aislado, sino la manifestación contemporánea de un dilema histórico de la izquierda chilena. La pregunta sobre si es posible romper el llamado “techo electoral” del Partido Comunista y liderar un proyecto de mayorías sigue vigente. Su candidatura representa el intento más serio en décadas por responder afirmativamente a esa interrogante.
El panorama, por tanto, permanece abierto. Jara ha consolidado su liderazgo dentro del oficialismo y cuenta con el respaldo del aparato gubernamental. Pero la construcción de una mayoría social y política para noviembre requerirá de una habilidad estratégica superior, capaz de navegar las aguas de la identidad partidaria, las desconfianzas históricas y las legítimas demandas de moderación de potenciales aliados. La campaña ha entrado en una nueva fase, donde la gestión de las contradicciones será tan importante como la presentación de las propuestas.