Han pasado más de dos meses desde que el último acorde de Black Sabbath resonó en Birmingham y casi sesenta días desde que miles de personas despidieron a Ozzy Osbourne en las calles de su ciudad natal. La inmediatez de la noticia ha decantado, permitiendo ahora una pregunta más profunda que el simple obituario: ¿Qué queda realmente cuando el ruido se apaga? La respuesta no es una, sino un complejo entramado de contradicciones que definen el legado de una figura que fue, a la vez, mito, producto y un hombre visiblemente frágil.
El concierto del 5 de julio, bautizado con la nostálgica promesa de “Back to the Beginning”, fue menos una celebración triunfal y más un epitafio en vida. Ante 40,000 personas en Villa Park, Osbourne, el autoproclamado “Príncipe de las Tinieblas”, se presentó sentado en un trono ornamentado, una concesión ineludible a los estragos del tiempo y la enfermedad. Esta imagen, potente en su vulnerabilidad, marcó el tono de la noche: un homenaje colectivo donde el homenajeado cedía el protagonismo a su propia leyenda.
El evento congregó a la realeza del metal —Metallica, Slayer, Guns N" Roses, Tool—, bandas que, como reconoció James Hetfield, no existirían sin Black Sabbath. Cada una interpretó breves sets, mezclando sus propios himnos con versiones del catálogo de Ozzy, en un ritual que validaba la influencia fundacional de la banda. La presencia del chileno Tom Araya, vocalista de Slayer, y de fans que viajaron desde Chile, como Joseline Leiva y Amanda Merino, subrayó el alcance global de un sonido nacido en la industrial Birmingham.
Sin embargo, el clímax fue agridulce. La esperada reunión de la formación original de Black Sabbath —con Tony Iommi, Geezer Butler y el retornado baterista Bill Ward— se limitó a un breve set de cuatro canciones. Según la crítica de medios como The Guardian y el New York Times, fue un recordatorio del swing único e irrepetible de sus inicios, pero también una constatación de las limitaciones físicas de su líder. Cerraron con “Paranoid”, la misma canción que, irónicamente, nació en 1970 como un relleno de tres minutos para completar un álbum. El tema que fue un accidente comercial se convirtió en su declaración final.
Si el concierto fue la despedida pública del artista, los eventos posteriores revelaron al hombre. Tras bambalinas, en un momento capturado por las cámaras, Sid Wilson, DJ de Slipknot, le propuso matrimonio a Kelly Osbourne. La broma de Ozzy —“¡Vete al diablo! No te vas a casar con mi hija”— mostró una faceta familiar que contrastaba con su imagen pública. Fue un instante de normalidad en medio de un evento monumental.
El fallecimiento de Osbourne el 22 de julio dio paso a una manifestación de duelo colectivo que culminó el 30 de julio con una procesión fúnebre por Birmingham. Miles de fans coreando “¡Ozzy! ¡Ozzy! ¡Ozzy!” mientras el féretro recorría los lugares de su infancia. Su viuda, Sharon, y sus hijos, Kelly y Jack, visiblemente afectados, agradecían el apoyo, humanizando una figura que vivió gran parte de su vida como una caricatura mediática.
Los testimonios posteriores, como el del guitarrista Zakk Wylde, uno de sus más leales colaboradores, aportaron una capa de intimidad. Wylde relató a Guitar World cómo durante la última interpretación de “Mama, I’m Coming Home” tuvo que ajustar su posición para apoyar vocalmente a un Ozzy con dificultades. Su último intercambio fue un mensaje de texto: “Zakky, lo siento, fue como un manicomio. No te vi”. La respuesta fue un simple “Te quiero, amigo”. Este contraste entre el “espectáculo más importante de la historia” y la sencillez de su comunicación final expone la disonancia entre la maquinaria del estrellato y las relaciones humanas que la sostienen.
No. La muerte de John Michael Osbourne ha cerrado un ciclo biológico, pero ha abierto un debate más amplio sobre su legado. La narrativa del genio atormentado y pionero del heavy metal es cierta, pero incompleta. Su final nos obliga a mirarlo de forma más compleja: como un artista cuya obra cumbre pudo ser un accidente afortunado, como un ícono cuya imagen fue tanto una creación propia como una construcción mediática, y como un hombre cuya fragilidad final no disminuyó su leyenda, sino que la hizo más humana.
El silencio que dejó su partida no es un vacío. Es un espacio para el análisis crítico, para entender cómo el arte, la industria, el mito y la mortalidad convergen en una sola historia. El capítulo de Ozzy Osbourne no ha terminado; simplemente ha cambiado de formato, pasando de los escenarios a los libros de historia cultural, donde su influencia seguirá siendo debatida, desmitificada y, finalmente, comprendida en toda su ruidosa y compleja dimensión.