A principios de agosto de 2025, Ghislaine Maxwell, la única persona condenada por la red de tráfico sexual del fallecido magnate Jeffrey Epstein, fue trasladada desde una cárcel de baja seguridad en Florida a una de mínima seguridad en Texas. A simple vista, un movimiento administrativo. En la práctica, fue la culminación de un mes de turbulencia política que demostró cómo un fantasma que se intenta enterrar puede volver para atormentar a quien sostiene la pala. Hace poco más de 60 días, el gobierno de Donald Trump buscaba dar un carpetazo definitivo al caso Epstein. Hoy, la controversia no solo sigue viva, sino que se ha convertido en una crisis interna que enfrenta al presidente con sus seguidores más leales y pone en jaque la credibilidad de su Departamento de Justicia.
Todo comenzó a principios de julio, cuando la Fiscal General, Pam Bondi, anunció que la investigación sobre Jeffrey Epstein concluía sin la existencia de la mítica “lista de clientes” y confirmando la tesis del suicidio. Para una administración que llegó al poder prometiendo drenar el pantano y exponer a las élites corruptas, la decisión fue una bomba de tiempo. Durante años, el propio Trump y el ecosistema mediático del movimiento MAGA habían alimentado las teorías conspirativas sobre una red de pedofilia que involucraba a figuras poderosas y sobre un supuesto asesinato para silenciar a Epstein.
La reacción de su base fue inmediata y visceral. En redes sociales y foros, los seguidores que habían creído en la promesa de una revelación catártica se sintieron traicionados. Figuras influyentes del movimiento pidieron la renuncia de Bondi y acusaron a Trump de ser parte del mismo “Estado profundo” que juró combatir. Por primera vez en su mandato, el presidente enfrentaba una revuelta no de sus opositores, sino de sus más fervientes creyentes.
La respuesta de Trump fue errática. Pasó de pedir calma a sus “chicos y chicas MAGA” a insultarlos llamándolos “cobardes” por creer en un “bulo”. Intentó desviar la atención culpando a la administración demócrata anterior y lanzando ataques contra medios como The Wall Street Journal por publicar una carta que lo vinculaba amistosamente con Epstein. La crisis evidenció una fisura: el movimiento que él creó había adquirido vida propia, y su lealtad no era incondicional.
Incapaz de sofocar la rebelión, la Casa Blanca cambió de estrategia. La atención se desvió hacia la única pieza viva del tablero de Epstein: Ghislaine Maxwell. A fines de julio, el Fiscal General Adjunto, Todd Blanche, se reunió con ella durante dos días en su prisión de Florida. El secretismo de los encuentros desató una ola de especulaciones. ¿Se negociaba un acuerdo? ¿Un indulto presidencial? Trump, al ser consultado, no lo descartó categóricamente, afirmando que tenía la autoridad para hacerlo pero que “no había pensado en ello”.
Este movimiento transformó a Maxwell. Dejó de ser simplemente una convicta cumpliendo una condena de 20 años para convertirse en una figura con un poder de negociación inesperado. Su defensa anunció que estaba dispuesta a testificar ante el Congreso, pero solo si se le otorgaba inmunidad, una condición que fue rechazada pero que la posicionó como guardiana de secretos que el poder político ahora parecía necesitar. La administración, en su intento por controlar la narrativa, le había otorgado un nuevo tipo de relevancia.
La controversia se ha desarrollado en varios frentes, cada uno con sus propios intereses y narrativas:
El traslado de Maxwell a una prisión de mínima seguridad en Texas, descrita como un recinto con “vallas limitadas o nulas”, fue la guinda de la torta. Para las familias de las víctimas y los críticos de la administración, la medida fue una bofetada, una señal de un “trato preferencial” inaceptable. Para otros, un posible pago por su cooperación con el Fiscal General Adjunto.
La Oficina de Prisiones se limitó a decir que la decisión se basó en el nivel de seguridad que Maxwell requería, pero en el contexto de la crisis política, el acto fue interpretado como una concesión que solo añade más leña al fuego de la desconfianza.
Dos meses después de que el gobierno intentara cerrar el caso, el fantasma de Epstein está más presente que nunca. La saga ha dejado de ser un asunto puramente judicial para convertirse en un complejo drama político sobre la lealtad, la verdad y el poder. La administración Trump, al intentar controlar una narrativa que ella misma ayudó a crear, terminó perdiendo el control sobre ella y sobre una parte de su base. El expediente Epstein no está cerrado; se ha instalado en la Casa Blanca, demostrando que en política, los intentos por enterrar el pasado a menudo solo garantizan que este vuelva con más fuerza.