A poco más de dos meses de que comenzaran a oficializarse las primeras precandidaturas para las próximas elecciones parlamentarias, el tablero político chileno exhibe una tendencia que se consolida: la fama, en sus más diversas formas, se ha convertido en un activo electoral tan o más potente que la trayectoria en un partido. Figuras provenientes del deporte, del espectáculo, símbolos de tragedias nacionales y personajes con pasados controvertidos hoy declaran su intención de competir por un escaño, desplazando el debate desde los programas de gobierno hacia las biografías personales. Este fenómeno no es nuevo, pero su intensidad actual obliga a preguntar: ¿qué busca el electorado cuando valida a un candidato por su historia de vida en lugar de su experiencia política?
El anuncio de Gustavo Gatica, el joven psicólogo que perdió la visión por disparos de perdigones durante el estallido social de 2019, de querer competir por un cupo a diputado, es quizás el caso más emblemático. Su figura, convertida en un ícono de las violaciones a los derechos humanos ocurridas en ese período, trasciende su individualidad para encarnar una herida colectiva. Gatica ha manifestado su deseo de integrarse a una lista oficialista y centrar su labor en salud mental, discapacidad y derechos humanos, buscando que su propuesta vaya más allá del evento que lo hizo conocido.
Su posible candidatura sigue la senda de la senadora Fabiola Campillay, quien, tras sufrir una agresión similar, obtuvo una de las más altas mayorías nacionales. Ambos casos plantean una disyuntiva: ¿son sus candidaturas un acto de reparación simbólica o la instrumentalización de una tragedia personal? Para sus adherentes, representan la irrupción de una voz legítima, forjada en el dolor y la injusticia, capaz de aportar una perspectiva ausente en el Congreso. Para los críticos, evidencia una política cada vez más emocional, donde la condición de víctima se convierte en el principal capital político, sin garantía de idoneidad para la gestión legislativa.
En un registro completamente distinto, el exfutbolista Rubén Martínez, campeón de la Copa Libertadores con Colo-Colo en 1991, ha anunciado su postulación a diputado por la Región del Maule. A diferencia de Gatica, su capital no es la herida, sino la gloria. Martínez apela a la memoria afectiva de una generación que lo vio como un héroe deportivo. Su campaña no se basa en una plataforma ideológica definida, sino en el reconocimiento y el cariño popular acumulado durante décadas.
Este arquetipo, el del ídolo deportivo que salta a la política, se apoya en la percepción de que valores como la disciplina, el esfuerzo y el trabajo en equipo son transferibles a la función pública. Sin embargo, este trasvasije no siempre es exitoso y plantea la pregunta sobre si la admiración por un logro específico califica a una persona para legislar sobre la complejidad de los problemas de un país.
Otro grupo de figuras que busca capitalizar su notoriedad es el de aquellas con pasados complejos o polémicos, que han transformado sus vidas en una narrativa de superación. El exfutbolista Jorge “Kike” Acuña es un claro ejemplo. Tras una carrera marcada por los excesos, hoy se presenta como un hombre rehabilitado, autor de un libro autobiográfico donde relata su lucha contra el alcoholismo. Su historia es una de redención, un testimonio que, según él, puede servir de autoayuda. Su eventual plataforma política se construiría sobre la base de la resiliencia y la segunda oportunidad.
Un caso más ambiguo es el del empresario funerario Iván Martínez, conocido por su alta exposición mediática, quien recientemente fue detenido por infringir la Ley de Control de Armas. Aunque se disculpó públicamente, el incidente añade una capa de controversia a su perfil. Para figuras como él, la fama es un arma de doble filo: garantiza visibilidad, pero también un escrutinio mayor. La pregunta que surge es si el electorado está dispuesto a perdonar errores o si, por el contrario, la notoriedad por razones equivocadas se convierte en un obstáculo insalvable.
Finalmente, el fenómeno se completa con figuras ya instaladas en la política que operan con la misma lógica. La diputada Pamela Jiles, conocida por su estilo confrontacional y populista, anunció su incorporación al Partido de la Gente para respaldar la candidatura de Franco Parisi. Este movimiento consolida una alianza de dos figuras que han construido su capital político al margen —y en contra— de las estructuras partidistas tradicionales, apelando directamente a un electorado descontento.
Las declaraciones del comediante Bombo Fica, quien asegura haber perdido oportunidades laborales por su militancia en el Partido Comunista, actúan como contraparte, mostrando que la identificación política explícita aún puede generar costos en el mundo del espectáculo, a diferencia de la fama más genérica o desideologizada.
La proliferación de estas candidaturas no es un hecho aislado, sino el síntoma de una democracia en plena transformación. Refleja la profunda crisis de confianza en los partidos políticos, percibidos como estructuras cerradas y desconectadas de la ciudadanía. Ante ese vacío, la fama —ya sea por mérito, tragedia o escándalo— ofrece un atajo hacia la confianza, una sensación de familiaridad y "autenticidad".
El ciclo electoral que se avecina pondrá a prueba la solidez de este capital. Queda por ver si estas figuras lograrán transformar su notoriedad en votos y, más importante aún, si una vez en el poder, su biografía será suficiente para enfrentar los desafíos de la representación. La decisión final recaerá en los ciudadanos, quienes deberán discernir si en la papeleta buscan un representante con una historia que los conmueva o un legislador con las herramientas para construir el futuro.