A fines de julio de 2025, más de cuarenta años después de ocurridos los hechos, la Segunda Sala de la Corte Suprema de Chile tomó una decisión que trasciende el caso individual para tocar una de las fibras más sensibles de la historia reciente del país. El máximo tribunal declaró procedente solicitar al Estado de Israel la extradición de la exjueza de menores de San Fernando, Ivonne de las Mercedes Gutiérrez Pavez. La acusación: ser la presunta cabecilla de una asociación ilícita dedicada a la sustracción de menores y su posterior entrega en adopciones irregulares a familias extranjeras, principalmente de Estados Unidos e Italia, a cambio de pagos que podían alcanzar los 50.000 dólares.
Este paso judicial no es solo un trámite diplomático; representa el primer procesamiento formal contra una figura del poder judicial por una práctica que, se estima, afectó a cerca de 20.000 niños entre las décadas de 1970 y 1990. La solicitud de extradición no busca simplemente enjuiciar a una mujer de 87 años que reside en Israel desde hace más de dos décadas; busca ponerle rostro y responsabilidad a un sistema que operó con una eficiencia brutal, amparado en la opacidad de la dictadura y la vulnerabilidad de sus víctimas.
La investigación, liderada por el juez especial Alejandro Aguilar, ha desvelado un modus operandi que revela la profunda descomposición institucional de la época. La red, según el auto de procesamiento, no actuaba en solitario. La jueza Gutiérrez se valía de un círculo de confianza compuesto por civiles, abogados —hoy fallecidos— y, según se investiga, la colaboración de sacerdotes. El mecanismo era cruelmente simple: se identificaba a madres en situación de extrema pobreza, a menudo analfabetas o con escasa red de apoyo, y se les arrebataba a sus hijos bajo falsos pretextos o directamente mediante engaños.
Posteriormente, la jueza utilizaba su investidura para dar una apariencia de legalidad al proceso, cometiendo el delito de prevaricación dolosa al dictar resoluciones injustas a sabiendas. Los niños eran declarados en abandono y entregados a parejas extranjeras que esperaban ansiosas, cerrando un círculo de dolor para una familia y de aparente felicidad para otra, mediado por el dinero y la impunidad.
Durante décadas, estas historias permanecieron como susurros, como tragedias individuales sin conexión aparente. Fue la persistencia de las madres, de los hijos que buscaban su identidad y de organizaciones de derechos humanos lo que mantuvo viva la llama de la justicia. Sin embargo, el avance judicial fue lento, casi nulo, obstaculizado por el paso del tiempo y la dificultad de probar delitos cometidos hace tanto.
El punto de inflexión llegó con la calificación de estos hechos como crímenes de lesa humanidad. Esta doctrina, fundamental en el derecho internacional, establece que ciertos delitos, por su gravedad y por ser parte de un ataque sistemático contra la población civil, no prescriben. El juez Aguilar, al adoptar este criterio, no solo reactivó la posibilidad de persecución penal, sino que reconoció que el robo de niños no fue una serie de actos aislados, sino una política de Estado de facto, una forma de violencia estructural que merece la máxima reprobación jurídica.
Esta decisión alinea a Chile con estándares internacionales de justicia y pone a prueba la efectividad de los tratados de cooperación, como el Convenio Europeo de Extradición al que tanto Chile como Israel adhieren. La respuesta de Israel será un indicador clave del compromiso global con la persecución de violaciones a los derechos humanos, sin importar el tiempo transcurrido.
Mientras la justicia avanza en la persecución de estos crímenes, en el debate público chileno surgen tensiones que reflejan las contradicciones de una sociedad que aún no cierra sus heridas. Paralelamente a este caso, en el Congreso se discuten proyectos de ley que buscan otorgar beneficios carcelarios, como la reclusión domiciliaria, a reos de edad avanzada y con enfermedades terminales. Esto ha generado un agrio debate, especialmente cuando se trata de condenados por violaciones a los derechos humanos.
Organismos como el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) y el Comité para la Prevención de la Tortura (CPT) han exigido requisitos adicionales para estos últimos, como el arrepentimiento o la colaboración con la justicia. Sus detractores, como se ha visto en cartas a medios de comunicación, argumentan que la dignidad y los derechos de las personas mayores privadas de libertad no deberían ser selectivos y que estas exigencias desnaturalizan un beneficio de carácter humanitario.
Esta disonancia es constructiva: obliga a la sociedad a preguntarse si la justicia debe tener un componente meramente punitivo o también reparatorio y humanitario, y dónde se traza la línea cuando los crímenes cometidos son de una magnitud inconmensurable. ¿Es posible hablar de dignidad para los victimarios sin haber garantizado primero la verdad y la reparación para las víctimas?
La solicitud de extradición de Ivonne Gutiérrez Pavez es, por ahora, solo eso: una solicitud. El proceso diplomático y judicial que se abre en Israel será largo y de resultado incierto. Sin embargo, su importancia simbólica es innegable. Por primera vez, el sistema judicial chileno apunta directamente a una de las piezas clave de un engranaje de horror que operó con la complicidad activa y pasiva de múltiples actores sociales.
El caso de la "cigüeña negra", como se ha denominado a esta trama, no concluirá con una sentencia. Su resolución definitiva yace en la capacidad de Chile para reconstruir miles de historias rotas, para devolver identidades robadas y para asegurar que la ineficiencia y la falta de probidad del Estado, que permitieron estas atrocidades, nunca más se conviertan en la norma. Este es un capítulo fundamental en la larga y dolorosa escritura de la memoria histórica del país.