Hace unos meses, una serie de anuncios de infraestructura sacudió la agenda pública. La promesa de nuevas líneas de Metro llegando a comunas históricamente postergadas como Lo Espejo, extensiones hacia el poniente de Maipú, un tren al aeropuerto y el avance de proyectos ferroviarios de gran escala como el tramo a Melipilla, dibujaron la imagen de un Santiago que avanza hacia una mayor integración. “Rompe con la exclusión histórica”, celebró la alcaldesa de Lo Espejo, Javiera Reyes. “Le cambia la vida a mucha gente”, complementó Tomás Vodanovic, alcalde de Maipú. Estas obras, presentadas como políticas de Estado que trascienden gobiernos, encarnan la promesa de una ciudad más justa y conectada, un anhelo respaldado por millonarias inversiones, como los US$ 700 millones aprobados por el banco de desarrollo CAF para la red ferroviaria.
Sin embargo, pasadas las celebraciones iniciales, el pulso de la ciudad revela una narrativa más compleja. Mientras la red de transporte se expande hacia los bordes, en el corazón de la metrópoli y en sus comunas consolidadas, la batalla se libra por cada metro cuadrado. La promesa de conectividad choca con la realidad de una ciudad cuyas visiones de futuro están en abierta disputa.
El avance de la mancha urbana no es un proceso armónico. En Quilicura, el municipio liderado por Paulina Bobadilla mantiene una batalla legal para frenar el proyecto “Parque Quilicura”, un complejo de 50 edificios y 1.600 viviendas. La alcaldía argumenta que la obra, con una inversión de US$ 100 millones, generaría un riesgo para la salud de la población y una sobrecarga de los servicios básicos. El Servicio de Evaluación Ambiental (SEA) ha defendido la viabilidad del proyecto, pero el conflicto expone una tensión fundamental: el choque entre la densificación impulsada por el sector inmobiliario y la capacidad de la infraestructura local para soportarla. Este caso no es aislado y resuena con denuncias como la de la Fundación Defendamos la Ciudad sobre un edificio de 22 pisos en una zona de Las Condes con un límite de altura de apenas seis, alimentando la percepción de un desarrollo desigual y normativas flexibles para el capital.
Estos conflictos en la periferia y en zonas de expansión demuestran que el “progreso” no es un concepto unívoco. Para los desarrolladores es una oportunidad de inversión; para el gobierno central, una solución al déficit habitacional; pero para los vecinos, a menudo se traduce en el deterioro de su entorno y calidad de vida.
Si en los bordes la disputa es por el crecimiento, en el centro es por el uso y el carácter del espacio público. El Parque Estadio Nacional, renovado para los Juegos Panamericanos, se ha convertido en un nuevo foco de tensión. El alcalde de Ñuñoa, Sebastián Sichel, ha cuestionado duramente su uso como recinto para mega-conciertos como los de Shakira o Guns N’ Roses. Sichel argumenta que la promesa fue un espacio deportivo, que los eventos generan ruido y externalidades negativas que pagan los vecinos, y que el municipio “no recibe nada” de los ingresos que genera el Estado. Los productores de eventos, por su parte, responden que existe un déficit de recintos masivos y que cumplen con toda la normativa vigente. “Creemos que se trata de un debate legítimo que supera nuestra empresa”, señaló Francisco Goñi, de The Fanlab, apuntando a una conversación pendiente entre los estamentos del Estado.
Un dilema similar se reabrió con el anunciado regreso del festival Lollapalooza al Parque O’Higgins en 2026. La decisión, impulsada por el alcalde de Santiago, Mario Desbordes, revivió las mismas críticas que llevaron a su salida en 2021 bajo la administración de Irací Hassler: deterioro del parque, ruido y molestias para los vecinos. Un editorial de La Tercera apuntaba a la contradicción de quienes defienden el uso comunitario del parque oponiéndose a Lollapalooza, pero no a las Fondas de Fiestas Patrias, que generan problemas idénticos o mayores en términos de seguridad y aseo. Este debate evidencia cómo la discusión sobre el uso del espacio público está teñida de consideraciones culturales e ideológicas sobre qué tipo de actividades son “legítimas” para la comunidad.
Incluso la recuperación de espacios simbólicos no está exenta de controversia. La renovación del eje Alameda, con la restauración de 13 monumentos en Providencia y la futura instalación de una escultura en homenaje a Gabriela Mistral en el nudo Baquedano, es un intento por sanar una herida urbana y simbólica. Sin embargo, también representa una forma de redefinir la narrativa de un espacio que, desde el estallido social de 2019, se ha cargado de significados políticos en disputa.
Los proyectos de infraestructura, desde una nueva estación de Metro hasta un festival de música, no son solo obras de ingeniería o eventos culturales. Son intervenciones que reconfiguran la vida social, económica y simbólica de la ciudad. Los conflictos que han madurado en los últimos meses en Santiago, desde Quilicura hasta el Parque O"Higgins, no son fallas del sistema, sino el sistema revelándose en su complejidad.
La ciudad se encuentra en una encrucijada. Por un lado, una visión de Estado que busca la integración y la modernización a través de megaproyectos. Por otro, una ciudadanía y gobiernos locales que exigen cada vez con más fuerza su derecho a participar en las decisiones que afectan su entorno inmediato. La pregunta que queda abierta, y que definirá el futuro de la metrópoli, es si Santiago logrará construir un modelo de desarrollo que pueda reconciliar estas dos velocidades, o si seguirá siendo una ciudad donde la promesa de conectividad para unos signifique la disputa y el sacrificio del espacio para otros.