El anuncio del cierre del Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco, ocurrido hace más de dos meses, no fue el fin de una cárcel. Fue la demolición de un símbolo. Este recinto, construido para albergar exclusivamente a militares condenados por violaciones a los derechos humanos, representaba el último vestigio de una justicia negociada, un privilegio que mantuvo a Chile en una transición que nunca terminó de cerrarse. Hoy, con los reos trasladados y el penal en proceso de conversión, la medida no trajo paz. Al contrario, actuó como un acelerante, forzando a los actores políticos a abandonar la ambigüedad y posicionarse en dos visiones de país cada vez más irreconciliables.
La decisión del gobierno de Gabriel Boric destapó una tensión que se manifestaba en síntomas dispersos: desde la venta de merchandising de Pinochet en recintos militares hasta las disputas por el nombre de una avenida en San Miguel. El cierre de Punta Peuco unificó estos eventos en una sola narrativa: la batalla por la memoria histórica ya no es un ejercicio nostálgico, es el eje central del futuro político de Chile. Lo que está en juego no es el pasado, sino cuál de los dos Chiles que emergieron de esta decisión gobernará en el futuro.
Este futuro se activa con una victoria electoral de la derecha, particularmente de su ala más dura. La promesa de la candidata Evelyn Matthei de que la medida era “fácilmente reversible” y la disposición de José Antonio Kast a evaluar indultos por razones “humanitarias” son las señales de partida. Un nuevo gobierno no necesitaría reabrir Punta Peuco. La estrategia sería más sutil pero igualmente efectiva.
Mediante decretos presidenciales y bajo el argumento de la edad avanzada o la salud precaria de los internos —un discurso que ya se ensaya—, se podrían conceder indultos masivos o conmutar penas por arrestos domiciliarios. Para los que permanezcan en prisión, se crearían módulos de alta seguridad en cárceles comunes, segregados del resto de la población penal, replicando de facto las condiciones de privilegio. El discurso oficial hablaría de “reconciliación” y de “superar las divisiones del pasado”.
Las consecuencias de este camino son claras. Para la izquierda y las organizaciones de derechos humanos, sería una traición, la consolidación de la impunidad. La tensión social, lejos de disminuir, se volvería crónica. La “guerra cultural” se intensificaría en los territorios, con disputas municipales por estatuas y nombres de calles, como ya ocurre en San Miguel. El Poder Judicial quedaría bajo una presión política extrema. Chile se proyectaría al mundo como un país que retrocede en materia de justicia, mientras que al interior, la fractura se haría más profunda, con dos mitades de la sociedad que ya no comparten un piso mínimo de valores sobre su historia.
Este futuro se materializa si el oficialismo o una coalición de izquierda logra mantenerse en el poder. El cierre de Punta Peuco se consolida como un punto de no retorno y se convierte en el primer paso de una política de memoria más ambiciosa. El Estado asume un rol activo para fijar una narrativa histórica centrada en las víctimas y en la condena a la dictadura.
Bajo este escenario, se impulsan reformas educativas para enseñar este período de manera explícita, se fortalecen los sitios de memoria y se agilizan las causas judiciales pendientes. Las disputas legales, como las que rodean a la Fundación Salvador Allende, se resuelven a favor de las instituciones que preservan el legado de la izquierda. El discurso se centra en “nunca más” y en la necesidad de una justicia sin condiciones para cerrar definitivamente la transición.
Este camino también tiene costos. La derecha y sus bases sociales percibirían estas acciones como una revancha, un intento de imponer una “verdad oficial” y de borrar su propia historia. La retórica anticomunista, hoy presente en columnas de opinión y discursos políticos, se convertiría en el principal motor de la oposición. La sociedad se dividiría en dos bloques culturales antagónicos, cada uno con sus propios medios de comunicación, sus héroes y sus villanos. Las Fuerzas Armadas, sintiéndose señaladas, se volverían más herméticas y distantes del poder civil. El diálogo político se volvería casi imposible, no por diferencias programáticas, sino porque las partes ya no estarían de acuerdo sobre los hechos fundamentales de su propia historia.
Independientemente de quién gane la próxima elección, el cierre de Punta Peuco ya logró algo irreversible: terminó con el pacto de silencio y la ambigüedad calculada que caracterizó a la política chilena durante décadas. Obligó a todos los sectores a mostrar sus cartas.
El futuro inmediato de Chile no se definirá por debates económicos o sociales, sino por la gestión de esta fractura histórica. La pregunta ya no es si el país está dividido, sino si sus instituciones serán capaces de procesar esta división sin romperse. El fin del privilegio en Punta Peuco no cerró una herida; la expuso para que, de una vez por todas, la sociedad decida qué hacer con ella.