El hallazgo de veinte cuerpos —algunos decapitados y colgados de un puente en Culiacán— a principios de julio no fue solo otro episodio de violencia en México. Fue la firma de un nuevo poder. Este acto de brutalidad calculada marca un punto de inflexión en el hampa latinoamericana: la consolidación de una alianza entre la facción del Cártel de Sinaloa liderada por los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán, conocidos como “Los Chapitos”, y su antiguo rival, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Esta unión, confirmada por la DEA en su informe de 2025, no es una simple tregua para repartirse el territorio. Es una fusión estratégica, una especie de OPA hostil contra las estructuras de poder tradicionales, tanto criminales como estatales. El objetivo es claro: aniquilar a la facción de Ismael “El Mayo” Zambada, consolidar un monopolio sobre la producción y tráfico de fentanilo a escala global, y rediseñar el mapa del poder en el continente. Lo que estamos presenciando no es el fin de la violencia, sino su evolución hacia una forma más sofisticada y peligrosa de dominio.
La trayectoria de esta nueva super-organización criminal no está escrita. Dependerá de su cohesión interna, de la reacción de sus rivales y, crucialmente, de la respuesta de los estados mexicano y estadounidense. Analizamos tres escenarios probables que definirán la próxima década.
En este futuro, la alianza tiene éxito. La combinación de la experiencia logística global de Los Chapitos y la fuerza de choque del CJNG resulta imparable. Aniquilan a los remanentes del clan Zambada y a otros competidores menores, estableciendo una hegemonía casi total sobre las rutas clave de México.
La violencia entre cárteles disminuye drásticamente, pero es reemplazada por una “Pax Mafiosa”. Este nuevo orden no es pacífico; es un control totalitario a nivel local. La organización opera como un estado paralelo: cobra impuestos (extorsión sistematizada), imparte “justicia” y controla la economía local, desde el precio del pollo hasta los permisos de construcción, como ya ensaya La Familia Michoacana en el Estado de México.
Políticamente, su infiltración en el gobierno y el sistema judicial se profundiza hasta el punto de que el Estado se convierte en una fachada en vastas regiones del país. Para Estados Unidos, México se transforma en un problema de contención, no de cooperación. El modelo, una vez perfeccionado, podría exportarse a otras naciones con instituciones débiles en Centro y Sudamérica.
El pacto entre enemigos históricos resulta ser un castillo de naipes. La desconfianza, las disputas por las ganancias del fentanilo o la ambición de líderes de segundo nivel fracturan la alianza desde dentro. El punto de quiebre podría ser la colaboración de Ovidio Guzmán con la DEA. Si su declaración de culpabilidad incluye información estratégica, podría decapitar liderazgos y sembrar una paranoia letal en la cúpula de la organización.
El resultado es una guerra de todos contra todos. La violencia, antes concentrada en Sinaloa, se extiende por todo México. La atomización del poder da lugar a facciones más pequeñas, desesperadas y brutales, que luchan por los restos del imperio. Los ataques ya no solo buscan eliminar rivales, sino aterrorizar a la población y desafiar abiertamente al Estado, atacando infraestructura crítica y funcionarios de alto nivel.
México se sumiría en su peor crisis de seguridad en la historia moderna, con una emergencia humanitaria por desplazamientos masivos. La presión sobre Estados Unidos para una intervención más directa, quizás incluso militar, se volvería inmensa, redefiniendo drásticamente las relaciones bilaterales.
Este es el escenario intermedio, y quizás el más probable a corto plazo. La alianza Chapitos-CJNG logra debilitar decisivamente a la facción de Zambada, como demuestra la caída de su bastión en Badiraguato, pero no consigue la hegemonía total. Otros cárteles, sintiendo la amenaza existencial, forman contra-alianzas y resisten ferozmente en sus territorios.
El resultado es una balkanización de facto de México. El país queda dividido en feudos criminales. La “Pax Mafiosa” del super-cártel solo rige en sus zonas núcleo, mientras que en las fronteras y territorios en disputa la guerra continúa de forma endémica. La violencia se vuelve menos espectacular pero más persistente.
El Estado mexicano, superado, adopta una estrategia de gestión de daños. En lugar de combatir a todos los grupos, se enfoca en contener los brotes más violentos y, en ocasiones, negocia tácitamente con ciertos grupos para mantener una precaria estabilidad. Para los ciudadanos, la vida cotidiana queda definida por la geografía del poder criminal. La soberanía del Estado se convierte en una ficción legal, con un país que funciona a distintas velocidades y bajo distintas leyes, ninguna de ellas oficial.