El Mundial de Clubes 2025, celebrado en Estados Unidos, no fue simplemente un torneo de fútbol. Fue un punto de inflexión. La final, con un Donald Trump omnipresente en el podio, fue el cierre de un mes donde el deporte funcionó como un espejo de las tensiones globales. El capital, la ideología y el poder blando jugaron un partido mucho más decisivo que el que disputaron Chelsea y PSG en la cancha. Lo que vimos fue el mapa del futuro, y en él, el fútbol es mucho más que un juego.
El torneo fue un experimento en tiempo real. Las señales fueron claras y directas. La final entre el Chelsea, propiedad de un consorcio estadounidense, y el PSG, financiado por el estado de Qatar, no fue una simple final europea. Fue una colisión de modelos de poder. El triunfo del capital privado norteamericano sobre el proyecto estatal qatarí en suelo estadounidense y bajo la mirada de Trump, fue una narrativa potente.
Pero hubo más. La sorpresiva eliminación del Manchester City (propiedad de Abu Dhabi) a manos del Al Hilal (Arabia Saudita) no fue una cebra deportiva, sino una declaración de intenciones de Riad en su pulso regional con sus vecinos. Mientras tanto, los gigantes históricos de Sudamérica, Boca Juniors y River Plate, se despidieron temprano, demostrando que la mística y la historia ya no compiten contra los petrodólares o los fondos de inversión.
El contexto político lo impregnó todo. La administración Trump utilizó el evento como una plataforma de exhibición nacionalista. La final, que terminó en una tangana con el entrenador del PSG, Luis Enrique, agrediendo a un jugador rival, reflejó una presión que excedía lo deportivo. La imagen de Trump negándose a bajar del podio durante la celebración del Chelsea fue la postal definitiva: el espectáculo del poder personal fagocitando al deporte.
Las consecuencias de este torneo ya están modelando el futuro inmediato. El Mundial de 2026, también en Estados Unidos, se perfila como una versión amplificada de este fenómeno, donde las selecciones nacionales actuarán como representantes directas de agendas políticas.
Un escenario probable es la consolidación de los “clubes-estado”. Equipos como el PSG y Al Hilal ya no son solo equipos de fútbol; son embajadas deportivas. Su éxito o fracaso tiene implicancias diplomáticas. Esto obligará a las ligas europeas tradicionales, como LaLiga o la Bundesliga, a tomar una decisión crítica: o se resisten, intentando proteger una identidad deportiva cada vez más frágil, o buscan sus propios mecenas estatales para poder competir financieramente.
La identidad del hincha también se transformará. El apoyo a un club se volverá una declaración de principios geopolíticos. Veremos un aumento de las tensiones en las gradas, donde las banderas y los cánticos reflejarán conflictos internacionales. La rivalidad ya no será solo local, será global y politizada.
El principal factor de incertidumbre es la reacción de los actores tradicionales. ¿Podrán los jugadores y las culturas de hinchas, arraigadas en comunidades locales, resistir ser instrumentalizados como peones en un tablero global? ¿O la promesa de salarios astronómicos y éxito garantizado silenciará cualquier disidencia?
A largo plazo, el fútbol podría fracturarse en bloques de poder. No es descabellado imaginar una Superliga Occidental, financiada por capital privado norteamericano y europeo, compitiendo directamente contra una Liga Global del Sur, impulsada por fondos soberanos de Medio Oriente y Asia. En este escenario, los fichajes de jugadores se convertirían en complejas negociaciones diplomáticas, y la lealtad de una estrella a un club sería vista como una alianza estratégica entre naciones.
Los torneos internacionales, como el Mundial de Clubes o la Copa del Mundo, dejarían de ser celebraciones de la diversidad cultural para convertirse en cumbres de poder, donde las victorias deportivas se traducen directamente en capital político. El Balón de Oro podría ser entregado no solo al mejor jugador, sino al que mejor represente los intereses de su bloque geopolítico.
El Mundial de 2025 no fue el fin del fútbol como lo conocemos, pero sí el final de la inocencia. Demostró que el deporte más popular del mundo es ahora un instrumento de poder demasiado valioso como para dejarlo solo en manos de los jugadores y los hinchas. El riesgo es que, en esta lucha de gigantes, la esencia del juego —la pasión, la comunidad y la imprevisibilidad— quede sepultada bajo el peso de las banderas y los balances financieros.