La decisión de la Democracia Cristiana de apoyar la candidatura presidencial de la comunista Jeannette Jara no fue un acto de convicción. Fue una jugada forzada por una realidad brutal: el riesgo inminente de su desaparición legal. Este movimiento, gestado en la tensión entre la supervivencia institucional y la coherencia ideológica, marca un punto de no retorno para el partido que definió el centro político chileno durante décadas. El futuro ya no se trata de si la DC puede volver a ser lo que era, sino de en qué se transformará.
Este es el futuro por el que apostó el ala pragmática del partido. La DC logra un pacto parlamentario con el oficialismo. Consigue los cupos suficientes para mantener su legalidad y una bancada en el Congreso. Sobrevive, pero a un costo muy alto. Se convierte en un socio minoritario, un satélite de una coalición liderada por la izquierda. Su capacidad de influir en políticas clave, como la economía o la seguridad, se reduce drásticamente.
En este escenario, la base electoral histórica de la DC, de raíz anticomunista y moderada, se siente traicionada. Una parte importante de sus votantes migra hacia la derecha o la abstención. El partido se mantiene como una estructura institucional, pero pierde su identidad y su base social. Se vuelve una marca vacía, dependiente de las negociaciones con sus nuevos socios para subsistir. Es una vida artificial, mantenida por el soporte vital de la política de alianzas.
La votación de la Junta Nacional no unió al partido; expuso una herida demasiado profunda para sanar. La renuncia de su presidente, Alberto Undurraga, y la oposición frontal de sus figuras históricas son solo el comienzo. Este escenario proyecta una división formal.
El ala doctrinaria, que considera el pacto con el Partido Comunista una traición a los principios fundacionales, abandona la colectividad. Podrían formar un nuevo partido de centro, intentando capturar al electorado descontento. O podrían negociar individualmente con fuerzas de la centroderecha. Mientras tanto, lo que queda de la DC, dominado por los pragmáticos, se debilita aún más y acelera su camino hacia la absorción por parte de la izquierda, como en el primer escenario.
El resultado es un centro político atomizado. En lugar de un partido central, Chile podría tener dos o más movimientos de centro débiles y en competencia, facilitando la polarización entre los bloques de izquierda y derecha.
Este es el escenario del peor cálculo. La apuesta pragmática falla. El oficialismo, tras asegurar el apoyo público de la DC a su candidata, no cumple con una oferta generosa de cupos parlamentarios. La promesa de los "22 cupos" se revela como lo que fue: una simulación, no un compromiso.
La DC se enfrenta a una disyuntiva humillante: aceptar migajas o romper el pacto a última hora. Si rompen, tendrían que competir solos, enfrentando una casi segura derrota electoral y su disolución legal. Sería el fin del partido como institución relevante. Sin embargo, esta destrucción podría ser creativa. Al desaparecer el viejo partido, con sus contradicciones y divisiones internas, se abriría el espacio para que surja un proyecto de centro completamente nuevo, libre de las cargas del pasado. Sería una muerte que permitiría, quizás, una futura resurrección del centro bajo otra forma.
El camino más probable es una mezcla de los dos primeros escenarios. La Democracia Cristiana logrará, con alta probabilidad, un pacto que le permita sobrevivir legalmente. Pero será a costa de una fractura interna y una pérdida significativa de su identidad y base electoral. No desaparecerá del mapa, pero se convertirá en una fuerza política disminuida, irreconocible para quienes la vieron como el eje de la gobernabilidad en Chile.
La decisión de apoyar a Jeannette Jara no fue una estrategia para crecer, sino para no morir. La pregunta que queda abierta no es si la DC sobrevivirá, sino qué quedará de ella. El centro político chileno hoy es un espacio en disputa, y el partido que solía ser su dueño acaba de ponerse a sí mismo en venta.
2025-07-10