Han pasado poco más de 60 días desde que el prefecto inspector Maximiliano Mac-Namara, entonces jefe nacional de Cibercrimen de la Policía de Investigaciones (PDI), presentara su renuncia voluntaria. El motivo: la viralización de un video de seguridad, grabado a principios de 2024, que lo mostraba golpeando repetidamente en los glúteos a una subalterna en el pasillo de un edificio. La salida fue inmediata, aceptada por el alto mando en un intento por encapsular la crisis. Hoy, con el estruendo mediático apaciguado, las réplicas del sismo se sienten en un terreno más profundo: el de la confianza pública, la ética funcionaria y la vulnerabilidad de las instituciones en una era de vigilancia ciudadana total.
El caso Mac-Namara no es la historia de un sumario o una condena judicial —de hecho, la PDI confirmó que no existían denuncias formales por el hecho—, sino la crónica de cómo un acto privado, capturado y difundido, puede demoler una carrera y erosionar la imagen de una institución diseñada, paradójicamente, para investigar los delitos en el ciberespacio.
El 29 de mayo de 2025, medios como La Tercera y BioBioChile informaron sobre la renuncia. El video, difundido inicialmente por el medio Sabes, se propagó con la velocidad que caracteriza a los escándalos digitales. En él se observaba a Mac-Namara, quien había sido ascendido a la jefatura de Cibercrimen en abril de 2024, en una actitud que fue calificada de inapropiada y abusiva. La presión fue insostenible. En menos de 24 horas, el hombre a cargo de la seguridad digital del país se convertía en víctima de su propia lógica: la viralidad como un arma de exposición masiva.
La respuesta de la PDI fue escueta y administrativa: "El Prefecto Inspector Mac-Namara presentó su renuncia voluntaria el día de ayer al Director General, la cual fue aceptada". Una estrategia de control de daños que, si bien cerró el capítulo del funcionario, dejó abiertas las preguntas sobre la cultura interna y los estándares de conducta exigibles a quienes ostentan altos cargos.
La caída de Mac-Namara no ocurrió en el vacío. Se enmarca en un contexto nacional de creciente escrutinio sobre la conducta de los funcionarios públicos. Días antes de su renuncia, el 26 de mayo, Diario Financiero informaba que la Contraloría General de la República implementaría una revisión anual de licencias médicas en las policías y Fuerzas Armadas, tras detectar miles de casos de viajes al extranjero durante periodos de reposo. Este clima de desconfianza ya permeaba la percepción ciudadana sobre la integridad de sus instituciones.
Meses después, el 9 de julio, un reportaje de BioBioChile Investiga reveló un "boom" de sumarios internos en el Ministerio Público por "husmeos" de fiscales y funcionarios a causas de alto perfil mediático, como el caso Monsalve. Este patrón de curiosidad indebida y faltas a la probidad, aunque de naturaleza distinta, dibuja un panorama preocupante: la erosión de las fronteras éticas dentro del propio Estado.
Desde una perspectiva más amplia, analistas como el exdirector de Gendarmería, Christian Alveal, advertían en una carta a La Tercera el 27 de junio sobre el peligro de la infiltración de la corrupción en los cuarteles, afirmando que cuando miembros de las fuerzas de orden se involucran en ilícitos, "un país se aproxima peligrosamente a un punto de no retorno". Si bien el acto de Mac-Namara no fue un delito de corrupción económica, sí representó una grave falta a la ética y al decoro que se espera de un líder policial, contribuyendo al mismo desgaste de la fe pública.
El caso expone una disonancia fundamental de nuestro tiempo. Por un lado, la acción captada en el video es indefendible: un acto de poder asimétrico y una conducta impropia de un superior hacia una subordinada. La viralización actuó como un mecanismo de fiscalización ciudadana expedito y eficaz, forzando una rendición de cuentas que, quizás, por las vías formales, nunca habría llegado.
Sin embargo, este mismo poder plantea un dilema. ¿Es la "funa" digital el nuevo estándar de justicia? La ausencia de una denuncia formal y de un debido proceso administrativo o judicial deja la resolución del conflicto en manos de la opinión pública, un tribunal volátil y sin garantías. Este fenómeno obliga a reflexionar sobre los límites entre la vida privada y la responsabilidad pública. Para un funcionario de alto rango, especialmente en áreas tan sensibles como la seguridad, la línea que separa ambas esferas es cada vez más delgada y, en la práctica, inexistente ante el ojo omnipresente de una cámara.
A más de dos meses de la renuncia, el caso Mac-Namara está administrativamente cerrado. La PDI deberá nombrar un sucesor que no solo tenga las competencias técnicas para liderar la lucha contra el cibercrimen, sino que también posea la credibilidad para reconstruir la confianza interna y externa.
El debate, sin embargo, sigue abierto y ha madurado. Ya no se trata solo de un video o de un funcionario. Se trata de qué estándares de conducta exigimos a quienes nos protegen, cómo las instituciones gestionan sus crisis de reputación en la era digital y qué rol, con sus luces y sombras, juega la ciudadanía como vigilante del poder. La caída del guardián digital dejó una lección incómoda: en el siglo XXI, la mayor vulnerabilidad de una institución puede no estar en sus sistemas informáticos, sino en la conducta de sus líderes.