Lo que durante años se describió como una abstracta “guerra comercial” entre Estados Unidos y China, ha madurado en los últimos meses hasta convertirse en un conflicto tangible con un epicentro claro: los microchips y la inteligencia artificial (IA). Lejos de ser una disputa lejana entre superpotencias, sus consecuencias ya reconfiguran las cadenas de suministro globales, disparan una feroz competencia por el talento humano y obligan a naciones como Chile a tomar decisiones estratégicas que definirán su futuro tecnológico y económico. La era de la neutralidad parece haber terminado; el tablero ha cambiado y cada movimiento, desde la compra de un servidor hasta el despliegue de una red 5G, tiene ahora implicaciones geopolíticas.
La tensión ha evolucionado. Las políticas proteccionistas iniciales han dado paso a una estrategia de contención tecnológica mucho más sofisticada.
La estrategia estadounidense: contención tecnológica
Bajo la actual administración de Donald Trump, Washington ha endurecido su postura, abandonando el enfoque multilateral de su predecesor para adoptar medidas más directas y unilaterales. Como reportó La Tercera a fines de mayo, el Departamento de Comercio de EE.UU. derogó normativas que permitían a países “confiables” acceder a chips de IA, para enfocar las restricciones directamente en China. El objetivo es claro: limitar el acceso de Beijing a los semiconductores avanzados, considerados esenciales para el desarrollo militar y el liderazgo en IA. Empresas como Huawei han sido el blanco principal, vistas no solo como competidores económicos, sino como riesgos para la seguridad nacional.
La respuesta china: autosuficiencia y control de recursos
Beijing no ha sido un actor pasivo. En respuesta a las restricciones, ha acelerado su plan de autosuficiencia tecnológica. Gigantes locales como Baidu, Alibaba, Tencent y Xiaomi —apodadas por los mercados como las “BAXT”— han recibido un fuerte respaldo estatal para competir con sus pares de Wall Street, según informó Diario Financiero. China ha logrado avances notables, como el desarrollo de modelos de IA competitivos como DeepSeek, que desafían el dominio estadounidense.
Además, China ha comenzado a utilizar su propio poder de negociación. Como principal productor mundial de tierras raras —minerales cruciales para la industria tecnológica—, ha impuesto restricciones a su exportación, aunque recientemente ha concedido licencias temporales a proveedores de automotrices estadounidenses, en una señal de que usa estos recursos como una herramienta de presión diplomática y económica.
En este conflicto, las empresas tecnológicas no son meros espectadores, sino actores centrales y, a menudo, el campo de batalla mismo.
La fiebre del oro de la IA: una guerra por el talento
La competencia más feroz se libra hoy por el capital humano. Según reportes de Financial Times y WIRED, se ha desatado una guerra de salarios millonarios por los mejores ingenieros e investigadores de IA. Meta, en su afán por construir una “superinteligencia”, ha contratado agresivamente a talentos de rivales como Apple y OpenAI, ofreciendo paquetes de compensación que alcanzan decenas de millones de dólares anuales. Esta fuga de cerebros no solo debilita a competidores, sino que concentra el poder de desarrollo de la IA en un puñado de laboratorios, exacerbando la carrera por la supremacía.
Navegando entre sanciones y mercados
La historia de Nvidia ilustra el dilema corporativo. Tras ser obligada por Washington a detener la venta de sus chips más avanzados a China, la compañía sufrió pérdidas millonarias. Sin embargo, como informó El País, Nvidia ha reanudado recientemente las ventas de un chip adaptado a las regulaciones (el H20) y está desarrollando nuevos modelos para el mercado chino. Esta dualidad —cumplir con la seguridad nacional de EE.UU. mientras se intenta no perder un mercado de miles de millones de dólares— evidencia la tensión fundamental entre la geopolítica y el capitalismo global.
La perspectiva europea: un llamado a la cautela
Este no es un conflicto exclusivamente bilateral. La Comisión Europea, según El País, ha insistido en que los países miembros deben “restringir o excluir” a Huawei de sus redes 5G, argumentando que la compañía representa un riesgo de seguridad para toda la Unión. Esta postura, que choca con los intereses económicos de algunos estados miembros, demuestra que la preocupación por la soberanía digital y la dependencia tecnológica de China es un debate global.
Para un país como Chile, la “guerra de los chips” plantea preguntas ineludibles. Nuestra economía es profundamente dependiente de la tecnología importada, tanto del hardware y la electrónica de consumo china como del software y las plataformas estadounidenses. Este nuevo escenario presenta riesgos evidentes: interrupciones en la cadena de suministro, aumento de costos y la posibilidad de quedar atrapados en un “apartheid tecnológico”.
La pregunta central para Chile es sobre su soberanía digital. ¿Cómo se debe construir la infraestructura crítica del futuro, como las redes 5G? ¿Se debe priorizar el menor costo, a menudo ofrecido por proveedores chinos, o la alineación estratégica con aliados occidentales, como sugiere la Unión Europea? La decisión de adjudicar contratos a empresas como Huawei, por ejemplo, ya no es una mera decisión técnica o económica, sino una declaración geopolítica.
Al mismo tiempo, en medio del riesgo, surgen interrogantes sobre posibles oportunidades. En un mundo que busca diversificar sus cadenas de suministro y reducir la dependencia de China para ciertos recursos, la posición de Chile como líder en la producción de cobre y litio —esenciales para la transición energética y la tecnología— podría adquirir un nuevo valor estratégico. Sin embargo, capitalizar esta posición requerirá una política exterior y comercial proactiva y coherente.
La disputa por la supremacía tecnológica está lejos de resolverse. Más bien, está mutando. El foco se desplaza del hardware a la inteligencia artificial, del control de las fábricas al control de los datos y el talento. Para Chile y otras naciones de similar tamaño, el período de observación pasiva ha concluido. La pregunta ya no es si tomar partido, sino cómo navegar las alianzas en un mundo que se polariza, defendiendo los intereses nacionales sin quedar relegado en la carrera tecnológica que definirá el siglo XXI.