Dos meses después de que la Policía de Investigaciones (PDI) confirmara la existencia de una red de al menos 17 "casas de tortura" operadas por el Tren de Aragua en la Región Metropolitana y Valparaíso, la conmoción inicial ha dado paso a una pregunta más profunda y perturbadora: ¿Cómo se construyó el espacio físico y social para que esta infraestructura del terror pudiera operar con tal impunidad? La respuesta no se encuentra solo en el código penal, sino en los planos reguladores, en la lentitud de la burocracia y en el abandono sistemático de comunidades enteras.
Este artículo adopta un formato de preguntas y respuestas para desglosar un fenómeno complejo, donde la arquitectura, la política social y la seguridad pública convergen de manera trágica.
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No se trata de crímenes improvisados. Según informes de la PDI de principios de agosto, se han identificado 17 inmuebles en comunas como Santiago Centro, Estación Central, Maipú, Quinta Normal y Valparaíso, utilizados sistemáticamente para secuestrar, torturar e incluso asesinar a más de 33 víctimas. Estos lugares, que van desde casas subdivididas en cités hasta propiedades en tomas de terreno, funcionaban como centros de operaciones donde se aplicaban castigos extremos, como amputaciones y quemaduras, para extorsionar a familias o disciplinar a miembros de bandas rivales.
La violencia no es solo un fin, sino un medio para ejercer control. En Conchalí, vecinos relataron a Radio Cooperativa en junio cómo vivían aterrorizados por balaceras de hasta 90 disparos contra una sola vivienda, y cómo, tras los tiroteos, veían a sujetos recogiendo las vainillas para alterar el sitio del suceso. Este acto, más que un simple ocultamiento de evidencia, es una declaración de soberanía: aquí, las reglas del Estado ya no aplican.
El crimen organizado es, en esencia, un oportunista del espacio. Ocupa los vacíos que el Estado deja. El arquitecto y urbanista Iván Poduje, en una columna de junio en La Tercera, describió el Plan Regulador Metropolitano de Santiago (PRMS) como un "Frankenstein normativo, obsoleto", cuya actualización está paralizada por la burocracia. Esta parálisis en la planificación no es un debate técnico abstracto; tiene consecuencias concretas. Genera zonas grises, barrios sin equipamiento y un crecimiento informal que se convierte en el caldo de cultivo perfecto para la ilegalidad.
El caso más emblemático lo expuso el arquitecto ganador del Pritzker, Alejandro Aravena, a fines de julio. Tras el megaincendio de Viña del Mar, denunció que mientras el Estado "navegaba en el sistema público" para entregar soluciones de vivienda, en las quebradas afectadas "el mundo narco" financiaba y ejecutaba la reconstrucción en tiempo récord. Aravena fue categórico: "Ahí, efectivamente, el Estado de Derecho dejó de existir".
El crimen no solo se instala en la ruina; la reconstruye a su imagen y semejanza, ofreciendo una eficiencia que el Estado no puede igualar y cobrando a cambio lealtad y control.
La respuesta es doble: ineficiencia y una profunda desconexión social. Por un lado, la burocracia y la falta de atribuciones claras, como las que critica Poduje en la figura del Gobernador Regional, ralentizan cualquier intervención significativa. El Estado llega tarde y con soluciones parciales.
Por otro lado, y quizás más importante, el crimen organizado ha entendido algo que el Estado parece haber olvidado: las personas no solo necesitan un techo, sino también un sentido de pertenencia. En su declaración posterior, Aravena profundizó en este punto, explicando que el poder del narco no radica solo en el dinero, sino en que "entregan un propósito a alguien que el resto de la sociedad desecha". Ofrecen códigos de lealtad, valoración y una épica de poder que resulta atractiva para jóvenes excluidos.
Mientras tanto, las instituciones estatales que deberían ser el último recurso se ven sobrepasadas. Un informe de G5noticias en julio ya advertía sobre el hacinamiento crítico y las condiciones inhumanas en las cárceles chilenas, violando normas internacionales. El sistema, en su conjunto, parece incapaz de gestionar las consecuencias de su propio abandono.
El debate ha madurado. Ya no se trata solo de más carabineros o leyes más duras. La discusión, impulsada por voces como la de Aravena, ha virado hacia la necesidad de reconstruir el tejido urbano y social. Esto implica entender que un plan regulador no es solo un documento técnico, sino una herramienta de equidad social. Que una vivienda digna no es un gasto, sino una inversión en seguridad. Y que la cultura y el deporte no son lujos, sino herramientas clave para disputarle a la narcocultura los corazones y mentes de los jóvenes.
Aquí reside la disonancia más profunda para Chile. Mientras un artículo de El País en julio celebraba el potencial del Desierto de Atacama para convertir al país en una potencia de energía solar y data centers —un futuro brillante de innovación y desarrollo—, la realidad en las periferias urbanas muestra una regresión a un feudalismo violento.
La pregunta que queda abierta, y que definirá el futuro del país, es si Chile será capaz de "domar el sol" y construir ese futuro tecnológico y sostenible, o si la sombra de las casas de tortura, erigidas sobre los cimientos del abandono, terminará por devorar esa promesa.