Hace poco más de dos meses, la política española se vio sacudida no por un escándalo de financiamiento ilegal o tráfico de influencias, sino por algo aparentemente más mundano pero igualmente corrosivo: el currículum vitae. Lo que comenzó con la caída de una joven promesa política por falsear sus estudios, desencadenó un efecto dominó que expuso una verdad incómoda y transversal: en la alta política, la veracidad de un PDF parece ser una cuestión de fe, y la confianza pública, su principal víctima. Con la polvareda ya asentada, el episodio ofrece una radiografía nítida de las debilidades institucionales y la fragilidad de la ética pública.
Todo comenzó con Noelia Núñez, diputada y vicesecretaria nacional del Partido Popular (PP), catalogada como una figura en pleno ascenso y apadrinada por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Su perfil público, difundido en la web del Congreso de los Diputados, le atribuía un "doble Grado en Derecho y Ciencias Jurídicas de la Administración Pública". Sin embargo, una investigación periodística reveló que Núñez no poseía ningún título universitario.
Tras 24 horas de un silencio tenso y un revuelo mediático considerable, Núñez admitió en sus redes sociales que fue una "equivocación" sin "ánimo de engaño", pero la presión fue insostenible. Sin el respaldo público de los líderes de su partido, se vio forzada a dimitir de todos sus cargos. El caso no solo truncó una carrera prometedora, sino que también abrió una caja de Pandora que salpicaría a todo el espectro político.
Lejos de provocar una reflexión interna sobre los mecanismos de control, la caída de Núñez desató una "guerra de currículos". El PP, tras sacrificar a una de sus figuras, elevó el estándar de ejemplaridad y apuntó sus dardos hacia el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en el gobierno. Exigieron la renuncia de varios de sus miembros por ambigüedades o falsedades en sus biografías académicas.
La estrategia del ventilador pronto mostró sus límites. En los días siguientes, las acusaciones se convirtieron en hechos y las dimisiones cambiaron de color político:
La crisis se convirtió en un bochornoso espectáculo de políticos revisando y modificando apresuradamente sus biografías en las páginas web oficiales de sus partidos y del Congreso, a menudo en tiempo real, a medida que los medios y los adversarios políticos los escrutaban.
Más allá de los nombres y los partidos, la seguidilla de escándalos dejó al descubierto una falla estructural profunda. Ni los partidos políticos ni las instituciones públicas como el Congreso de los Diputados tienen como práctica habitual verificar la veracidad de los méritos académicos que sus miembros declaran. La información se basa en la "declaración responsable" y la presunción de buena fe.
Este no es un fenómeno nuevo. Casos emblemáticos del pasado, como el de la expresidenta madrileña Cristina Cifuentes (PP) o la exministra de Sanidad Carmen Montón (PSOE), ambos por irregularidades en sus másteres, ya habían señalado esta misma debilidad. Sin embargo, no se implementaron cambios significativos.
La politóloga Cristina Monge, presidenta de la organización +Democracia, lo resume de forma lapidaria: "La misión más importante de los partidos es la de seleccionar a gente. El primer control debería estar ahí, pero no lo hacen ni con los currículos ni con el patrimonio". Se exige más rigurosidad documental para una postulación a un cargo público de nivel medio que para ser legislador o ministro.
El debate público se bifurcó en dos corrientes. Por un lado, la narrativa de la deshonestidad, que sostiene que el problema central no es la posesión o no de un título (requisito no obligatorio para ser cargo electo), sino el acto de mentir deliberadamente para obtener un rédito de imagen o, en algunos casos, un beneficio económico como funcionario.
Por otro lado, surgió la narrativa de la "titulitis", un término que alude a la obsesión por los títulos académicos. Figuras del PSOE, como la ministra Diana Morant, pidieron "no entrar en un debate de titulitis", argumentando que se estaba perdiendo de vista la trayectoria y el servicio público de los afectados. Esta postura, sin embargo, fue criticada por minimizar la falta ética fundamental: el engaño.
El ex candidato socialista Ángel Gabilondo, catedrático universitario, había sentenciado proféticamente en 2021: "Ahora se ha puesto de moda el currículum. Yo creo en el currículum, en la formación... pero lo primero es ser honesto y trabajador". La crisis de 2025 demostró que, para una parte de la clase política, ambos atributos no siempre van de la mano.
El temporal de renuncias ha cesado, pero la erosión en la confianza pública persiste. El episodio ha dejado una sensación amarga de cinismo generalizado. Demostró que los partidos políticos, principales filtros de la democracia representativa, carecen de los anticuerpos básicos para prevenir fraudes de este tipo y que su primera reacción es la instrumentalización del escándalo para el ataque partidista.
El tema, por tanto, no está cerrado. Ha evolucionado de una serie de crisis personales a la constatación de una vulnerabilidad sistémica. La pregunta que queda flotando en el aire, tanto en España como en cualquier democracia que se observe en este espejo, es profunda y urgente: si no se puede confiar en la veracidad de un currículum, ¿cómo se puede construir la confianza en las promesas, las políticas y la gestión de lo público?