Hace unos meses, una cifra sacudió la conversación pública: casi una de cada cuatro personas en Chile entre 30 y 39 años se siente sola. El dato, arrojado por el Termómetro de Salud Mental ACHS-UC, no era nuevo en su esencia, pero sí en su contundencia. Puso un número a un malestar que hasta entonces se susurraba en privado, validándolo como un fenómeno colectivo. Hoy, con la distancia que permite el análisis, esa estadística ha madurado para convertirse en el epicentro de un debate crucial: la soledad ha dejado de ser un sentimiento para ser reconocida como una crisis de salud pública con raíces profundas en nuestro modelo social.
La relevancia de este tema no ha disminuido; por el contrario, ha crecido. Lo que comenzó como un titular sobre el aislamiento en adultos jóvenes se ha expandido para incluir a adolescentes, estudiantes universitarios y adultos mayores, revelando fracturas transversales en el tejido social chileno.
El fenómeno es complejo y multifactorial. No se trata simplemente de la ausencia de personas, sino de la falta de conexiones significativas. Los expertos y los datos apuntan a una tormenta perfecta de causas que se retroalimentan.
1. El paradigma de la hiperconexión y el vacío digital:
Vivimos en una aparente contradicción: nunca hemos estado más conectados y, sin embargo, la sensación de soledad aumenta. Artículos de análisis, como los publicados por El País, señalan que las plataformas digitales, diseñadas para unir, a menudo generan dinámicas tóxicas. El ghosting (desaparecer sin explicación), el breadcrumbing (dar migajas de atención) y la búsqueda incesante de validación a través de likes y matches han convertido las relaciones en un mercado de interacciones superficiales. El resultado es un "lastre emocional" que daña la autoestima y magnifica el aislamiento. El "turismo del selfi", donde la experiencia se subordina a la imagen compartida, es otro síntoma de esta lógica: viajamos más para mostrar que para vivir, acumulando registros en lugar de recuerdos.
2. El "currículum oculto" de la presión social:
En el ámbito universitario, esta crisis adquiere contornos particulares. Una investigación de CIPER Chile la describe como un "currículum oculto". Los estudiantes, especialmente aquellos de contextos desaventajados, enfrentan una presión inmensa por el rendimiento, la eficiencia y la promesa de movilidad social. La ansiedad y el estrés no se abordan de manera estructural, sino que se individualizan. La automedicación con psicofármacos se convierte en una "prótesis" para soportar el ritmo, una solución rápida y silenciosa para un problema colectivo. La salud mental se transforma así en un indicador más de la capacidad de adaptación a un sistema exigente y, a menudo, alienante.
3. Las grietas del tejido comunitario:
Más allá de la tecnología y la academia, la discusión apunta a un cambio estructural más profundo. La filósofa Diana Aurenque, en una columna para La Tercera, nos recuerda la máxima del poeta John Donne: "ningún hombre es una isla". Sin embargo, el modelo social actual parece empujarnos hacia el archipiélago. La reducción del mundo a lo que tiene precio, la erosión de los espacios de encuentro comunitario y la priorización de la productividad por sobre el cuidado mutuo han debilitado los lazos que históricamente nos han sostenido. La soledad, en este contexto, no es un fallo personal, sino el resultado de un sistema que ha desatendido sistemáticamente la afectividad y la corporalidad como elementos constitutivos del ser humano.
Las implicaciones de esta epidemia son tangibles. El aumento de problemas de salud mental, como la depresión y la ansiedad, es la consecuencia más directa. El concepto de "resaca social" —la fatiga física y mental que sigue a un exceso de socialización forzada o superficial— ilustra perfectamente el agotamiento que produce la obligación de "estar bien" y ser sociable en un entorno que no fomenta la conexión genuina.
El tema ya no es si la soledad es un problema, sino cómo abordarlo. La conversación ha evolucionado desde la constatación hacia la búsqueda de soluciones, y aquí las perspectivas divergen:
El debate está en pleno desarrollo. Chile ha comenzado a nombrar su soledad, un primer paso indispensable para sanarla. La pregunta que queda abierta es si seremos capaces de pasar del diagnóstico a la acción, reconstruyendo los puentes que nos unen en un mundo que, paradójicamente, nos ofrece infinitas formas de estar juntos, pero muy pocas de sentirnos realmente acompañados.