Han pasado más de 60 días desde que el gobierno de Gustavo Petro inauguró su último y decisivo año legislativo en Colombia. Lo que debía ser el escenario para consolidar su legado de “cambio” se ha transformado en un campo de batalla donde el principal adversario no es la oposición, sino el propio oficialismo. Hoy, la crisis que acorrala al primer presidente de izquierda del país no se mide por los debates de sus reformas, sino por la implosión de su círculo de confianza, la parálisis de su agenda y el creciente aislamiento de su figura. La promesa de cambio se enfrenta a una narrativa de autodestrucción.
El 20 de julio, la instalación del Congreso no fue una formalidad, sino el prólogo de la tormenta. El discurso del presidente fue respondido con una dureza inesperada por la representante opositora Lina María Garrido, quien lo acusó de ignorar el escándalo de corrupción en la UNGRD, la violencia creciente y el “maltrato” a la vicepresidenta Francia Márquez. La reacción de Petro —abandonar el recinto— fue un símbolo de su incapacidad para tejer alianzas. “No acepta que desenmascare su engaño”, declaró Garrido a la prensa días después.
Esta hostilidad se ha traducido en un bloqueo casi total de su agenda. La reforma a la salud, su proyecto más emblemático, sigue estancada y amenazada por la falta de votos. Ante la parálisis, Petro ha elevado el tono, advirtiendo que si no se aprueba, se verá obligado a “intervenir todo el sistema”, una estrategia que sus críticos ven como una amenaza a la institucionalidad.
En paralelo, su otra gran apuesta, la “Paz Total”, enfrenta un escepticismo generalizado. La radicación de un proyecto de ley para el sometimiento de grupos criminales, que ofrece beneficios judiciales a cambio de desmovilización, fue duramente criticada por figuras de todo el espectro político, incluyendo al expresidente y Nobel de Paz, Juan Manuel Santos, y al exjefe negociador Humberto de la Calle. Incluso la Corte Suprema y miembros del propio gobierno, como el comisionado de Paz Otty Patiño, cuestionaron la falta de consenso y los riesgos de impunidad. El gobierno intenta reanudar diálogos con disidencias como la de alias “Calarcá”, pero lo hace con el tiempo en contra y una credibilidad mermada.
Si el Congreso es el frente externo de la crisis, el Palacio de Nariño es su epicentro. La figura de Álvaro Leyva, ex canciller y uno de los hombres más cercanos a Petro, se convirtió en la principal fuente de inestabilidad. Tras ser apartado del gobierno, Leyva lanzó una ofensiva mediática acusando al presidente de tener una adicción a las drogas que le impedía gobernar y de liderar un complot para derrocarlo. La denuncia, que incluyó un supuesto plan con apoyo de Estados Unidos, sacudió los cimientos del poder.
Sin embargo, semanas más tarde, durante su comparecencia judicial, el propio Leyva admitió no tener pruebas directas del consumo de sustancias por parte de Petro. “No lo presencié”, reconoció, basando sus acusaciones en informaciones periodísticas no contrastadas. Más allá de la veracidad de los dichos, el episodio desnudó un nivel de deslealtad y guerra sucia sin precedentes en el círculo presidencial.
La fractura más profunda, no obstante, provino de la vicepresidenta Francia Márquez. Tras semanas de silencio y de ser señalada en los audios de Leyva, Márquez rompió el mutismo en un emotivo discurso en Cali. Sin nombrar a Petro, denunció haber sido instrumentalizada electoralmente, acusó al gobierno de negarle recursos para ejecutar políticas y afirmó que se le exigía sumisión. “Somos útiles para ganar elecciones, pero no para gobernar”, sentenció. Su declaración más potente resonó como un veredicto sobre su relación con el presidente: “Ejercer la dignidad no es conspirar”. Con estas palabras, la segunda figura del Ejecutivo confirmó que el proyecto político que la llevó al poder está roto por dentro.
Pequeños incidentes, como la viralización de un video donde un funcionario sirvió de “trípode humano” para el computador de Petro durante un largo discurso, han alimentado la percepción de un mandatario desconectado y han sido utilizados por la oposición para tildarlo de “esclavista”, erosionando aún más su imagen pública.
La crisis del gobierno de Gustavo Petro ha trascendido el debate ideológico para convertirse en una cuestión de gobernabilidad. Las reformas están en un limbo, la paz total parece una quimera y la coalición de gobierno es un archipiélago de desconfianzas. El presidente, que llegó al poder con la promesa de unir a los excluidos, hoy gobierna cada vez más solo, enfrentado a sus antiguos aliados y a las consecuencias de un liderazgo que, según sus críticos, ha priorizado la confrontación sobre la construcción de consensos. El debate ya no es sobre la viabilidad de sus políticas, sino sobre la capacidad de su gobierno para sobrevivir a sus propias contradicciones.