Hace dos meses, las calles de Puerto Varas olían a madera rota y tierra húmeda. La prioridad era despejar los caminos, reparar los techos de las 293 viviendas afectadas y tramitar el Bono de Recuperación que el Estado entregó con notable rapidez. Hoy, el ruido de las sierras ha sido reemplazado por el eco de una pregunta más compleja que resuena en concejos municipales, universidades y pasillos ministeriales: ¿cuánto cuesta anticiparse a la próxima catástrofe?
El tornado EF-1 que el 25 de mayo recorrió casi cinco kilómetros de la ciudad con vientos de hasta 178 km/h no solo arrancó techumbres; desmanteló la percepción de que estos fenómenos son ajenos a la realidad chilena. La narrativa de la emergencia, centrada en la gestión del desastre, ha madurado para convertirse en un caso de estudio sobre la adaptación climática de Chile.
La respuesta inicial del Estado siguió un guion conocido y eficiente. El despliegue de equipos para aplicar la Ficha Básica de Emergencia (FIBE) permitió que, en menos de una semana, los hogares damnificados comenzaran a recibir ayudas económicas de entre 375 mil y 1.5 millones de pesos. Paralelamente, el Ministerio de Vivienda y Urbanismo activó sus propios catastros para la reconstrucción.
Este modelo, perfeccionado tras décadas de terremotos y aluviones, demuestra la capacidad de reacción del país. Sin embargo, el evento de Puerto Varas introdujo una variable incómoda: a diferencia de un sismo, un tornado es un fenómeno meteorológico cuya formación, hoy, puede ser detectada con antelación. Esta constatación abrió una nueva dimensión en el debate público.
El informe posterior de la Dirección Meteorológica de Chile (DMC), elaborado tras una visita a terreno de sus especialistas, fue categórico. Además de caracterizar científicamente el tornado, el documento subrayó la necesidad de avanzar hacia el "pronóstico de muy corto plazo" y la urgencia de contar con "herramientas que permitan emitir alertas tempranas, como por ejemplo, los radares meteorológicos".
Esta recomendación técnica se convirtió rápidamente en un dilema político y económico. Como señalaron expertos en medios de comunicación, una red mínima de cuatro radares Doppler para cubrir las zonas más propensas del centro y sur de Chile implicaría una inversión inicial de entre 8 y 20 millones de dólares, sin contar costos de instalación, mantención y capacitación.
Aquí emerge la disonancia cognitiva que hoy define el caso: ¿es más rentable para el Estado seguir financiando la reconstrucción post-desastre o invertir en una costosa infraestructura preventiva que podría salvar vidas y reducir daños materiales? No existe un consenso claro:
Los habitantes de Puerto Varas, tras superar el shock inicial, se han convertido en actores clave de esta discusión. Sus testimonios, recogidos por la DMC —desde la "extraña sensación de calma" que precedió al caos hasta el registro de un perro siendo levantado por el viento—, han sido fundamentales para comprender la magnitud del fenómeno.
La comunidad local ya no solo demanda soluciones habitacionales, sino que exige garantías de seguridad a futuro. La experiencia vivida los ha transformado en una ciudadanía más crítica y consciente del nuevo escenario climático, presionando a las autoridades locales y nacionales para que la planificación urbana y los códigos de construcción se adapten a esta nueva realidad.
El tornado de Puerto Varas, por tanto, ya no es noticia por los daños que causó. Su relevancia, dos meses después, radica en que el debate sobre la preparación del país ha dejado de ser una conversación exclusiva de expertos para instalarse en la esfera pública. La emergencia inmediata está superada, pero la discusión de fondo, sobre qué tipo de futuro y qué nivel de riesgo estamos dispuestos a aceptar como país, permanece abierta y más vigente que nunca.