La inundación que devastó el centro de Texas el 4 de julio de 2025 no fue una sorpresa. Fue una cita con una realidad que el estado había intentado ignorar. Durante años, Texas construyó un modelo basado en el crecimiento acelerado, la desregulación y una abierta hostilidad hacia las políticas climáticas y la supervisión federal. Las aguas del río Guadalupe, que subieron casi nueve metros en horas, no solo arrastraron vidas y propiedades; también expusieron las grietas de ese modelo. Lo que emerge del lodo no es solo una comunidad en duelo, sino un estado en una encrucijada existencial.
El futuro inmediato de Texas no se medirá en metros de reconstrucción, sino en la lucha por controlar el relato. Por un lado, la administración estatal, liderada por el gobernador Greg Abbott, ya ha enmarcado la tragedia en un discurso de fe y resiliencia. Su llamado a un "Día de Oración" y sus declaraciones de que "rezar funciona" buscan consolidar una narrativa de comunidad y fortaleza frente a un acto impredecible de la naturaleza. Esta visión se alinea con la postura política que, apenas un mes antes, celebraba haber forzado a gigantes financieros como BlackRock a abandonar sus políticas ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) como una "victoria significativa". El mensaje es claro: la ideología y la soberanía estatal priman sobre las advertencias externas, ya sean de Wall Street o de la ciencia climática.
Por otro lado, emergerá una contranarrativa basada en la negligencia. Las críticas ya apuntan a la falta de sistemas de alerta temprana, un proyecto que el condado de Kerr consideró inviable por su costo. Se cuestionará duramente al Servicio Meteorológico Nacional (NWS) y a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA), ambas debilitadas por los recortes presupuestarios y la escasez de personal bajo la administración Trump. La visita del presidente a la zona fue un acto de poder, pero no puede ocultar que su propia agenda, como el "Proyecto 2025", abogaba por desmantelar estas agencias. El debate se centrará en si la tragedia fue un desastre natural o un desastre fabricado por decisiones políticas.
En este escenario, la dimensión humana se volverá un arma política. Las historias de heroísmo, como la de las dos instructoras mexicanas que salvaron a 20 niñas en el Camp Mystic, contrastarán con la frialdad de la política migratoria. Mientras se llora a las víctimas, los centros de detención de Texas, como el de IAH Polk, seguirán llenos de migrantes que describen condiciones infrahumanas. Esta disonancia entre el valor de unas vidas y el desprecio por otras será una herida abierta en el tejido social del estado.
A medida que los fondos federales de la declaración de desastre comiencen a fluir, Texas enfrentará su primera prueba estructural. La pregunta clave será: ¿reconstruir lo mismo o reconstruir mejor? El modelo de desarrollo texano, que atrajo a empresas como Tesla y Chevron con la promesa de bajos impuestos y mínima regulación, ahora se enfrenta a su mayor pasivo: el riesgo climático.
Aquí se gestará un conflicto interno en la coalición gobernante. Las grandes corporaciones, con miles de millones en activos ahora expuestos a eventos climáticos extremos, podrían comenzar a presionar por infraestructura resiliente, códigos de construcción más estrictos y una red energética estable. Esta demanda chocará directamente con la base ideológica del partido republicano texano, que ve cualquier regulación como una afrenta a la libertad económica. El pulso que el estado ganó contra BlackRock en el plano financiero se repetirá, pero esta vez en el terreno físico, donde la negación tiene consecuencias tangibles y costosas.
Los centros urbanos como Houston y Austin, de tendencia más progresista, probablemente liderarán la resistencia. Impulsarán sus propias iniciativas de adaptación climática, creando un mosaico de "islas de resiliencia" en un estado mayormente vulnerable. Esto podría generar una fragmentación regulatoria y una mayor tensión entre las ciudades y el gobierno estatal, una dinámica ya visible en temas sociales y que ahora se extenderá a la supervivencia climática.
Las decisiones tomadas en los próximos cinco años colocarán a Texas en uno de dos caminos divergentes. No hay un punto medio.
Escenario A: El Fuerte Texas. En este futuro, el estado duplica su apuesta por la soberanía y la desregulación. La narrativa de la resiliencia individual triunfa sobre la planificación colectiva. Se construyen defensas mínimas y se aceptan las pérdidas futuras como el costo de hacer negocios. La tecnología y la riqueza privada se convierten en los principales escudos: los ricos se mudan a zonas elevadas o a comunidades planificadas con su propia infraestructura, mientras que las poblaciones de bajos ingresos y las comunidades rurales quedan expuestas a un ciclo perpetuo de desastre y abandono. Texas se convierte en un laboratorio de apartheid climático, gobernado por una élite política que utiliza el poder del estado para proteger a sus industrias clave (petróleo y gas) de la transición energética, consolidando su modelo de gobierno corporativo favorable a los ejecutivos, como describía el Financial Times.
Escenario B: El Texas Resiliente. En esta alternativa, la realidad económica se impone a la ideología. La frecuencia y el costo de los desastres se vuelven insostenibles para las aseguradoras, las empresas y los contribuyentes. Una nueva coalición de intereses, que incluye a corporaciones multinacionales, líderes urbanos y una ciudadanía movilizada, fuerza un cambio de rumbo. Texas inicia una inversión masiva en infraestructura de adaptación: restauración de humedales, sistemas de alerta de última generación y una red eléctrica descentralizada y fortalecida. El estado, a regañadientes, comienza a colaborar con agencias federales y a aceptar la ciencia climática como base para la planificación a largo plazo. Este camino no significa que Texas se vuelva azul, pero sí que su conservadurismo se vuelve pragmático, reconociendo que la supervivencia económica depende de la adaptación ambiental.
La inundación de julio de 2025 será recordada como el momento en que el agua no solo destruyó hogares, sino que también ahogó la ilusión de que Texas podía crecer infinitamente sin pagar las consecuencias. El futuro del estado dependerá de si sus líderes eligen seguir negando la realidad o finalmente aprenden a respetarla.