Hace más de dos meses, lo que era una compleja investigación judicial en Brasil sobre un presunto intento de golpe de Estado se transformó en un conflicto diplomático de escala global. El 30 de julio, la administración de Donald Trump dio un paso sin precedentes: sancionó financieramente a Alexandre de Moraes, un juez del Supremo Tribunal Federal de Brasil, utilizando una ley reservada para violadores de derechos humanos y terroristas. La medida no solo congeló los activos del magistrado en jurisdicción estadounidense, sino que también congeló las relaciones entre dos de las democracias más grandes del hemisferio, abriendo un debate profundo sobre los límites de la soberanía, la instrumentalización de la diplomacia y el poder de los lazos ideológicos en el siglo XXI.
El origen de esta crisis se remonta a la investigación que el juez Moraes lidera contra el expresidente Jair Bolsonaro y sus colaboradores más cercanos por su presunta participación en la planificación de un golpe de Estado para impedir la asunción de Luiz Inácio Lula da Silva en 2022, trama que culminó en el asalto a las sedes de los tres poderes en Brasilia el 8 de enero de 2023.
Sintiéndose acorralado por la justicia, el entorno de Bolsonaro, liderado por su hijo y diputado Eduardo Bolsonaro, inició en mayo una intensa campaña de lobby en Washington. Su objetivo era claro: convencer a sus aliados en el gobierno de Trump de que el proceso judicial era una “caza de brujas” y que el juez Moraes era un actor autoritario que merecía ser sancionado. Lo que comenzó como un esfuerzo de propaganda política, rápidamente ganó tracción en una Casa Blanca ideológicamente afín.
La escalada fue metódica. Primero, el 18 de julio, el Secretario de Estado, Marco Rubio, anunció la revocación de la visa estadounidense para Moraes y su familia. Días después, el 30 de julio, el Departamento del Tesoro aplicó la Ley Magnitsky, una herramienta legal que impone lo que se conoce como la “pena de muerte financiera”. El secretario del Tesoro, Scott Bessent, declaró que Moraes había asumido “el papel de juez y parte en una cacería de brujas ilegal”.
La postura de Estados Unidos: Para la administración Trump, la acción es una defensa de los derechos humanos y una respuesta a los supuestos abusos de un juez que, según ellos, utiliza su poder para la persecución política. Califican a Moraes de responsable de una “campaña represiva de censura” y detenciones arbitrarias. Esta narrativa se alinea perfectamente con el discurso de Bolsonaro y sus seguidores, quienes se presentan como víctimas de un sistema judicial politizado.
La respuesta de Brasil: El gobierno de Lula da Silva reaccionó con una mezcla de firmeza y cautela. Calificó las sanciones como una “intolerable intromisión” en su soberanía y un ataque directo a la independencia de sus poderes. “La Justicia no se negocia”, afirmó Lula, quien recibió un amplio respaldo interno, incluso de sectores opositores, en la defensa de las instituciones brasileñas. En paralelo, el gobierno ha intentado mantener abiertos los canales de diálogo en el ámbito comercial, donde Trump también impuso aranceles del 50% a cientos de productos brasileños, aunque con excepciones significativas que aliviaron el impacto inicial.
En el centro de la tormenta se encuentra un personaje complejo. Alexandre de Moraes, de 56 años, no es un recién llegado a las esferas del poder. Antes de ser juez del Supremo, fue Ministro de Justicia del gobierno de centroderecha de Michel Temer, donde fue apodado el “pitbull de Temer” por su mano dura contra las protestas sociales. Paradójicamente, hoy es visto por la izquierda como el principal guardián de la democracia y por la ultraderecha como su enemigo número uno.
Sus críticos, incluyendo al magnate Elon Musk, lo acusan de excesos, como la suspensión masiva de cuentas en redes sociales y la apertura de investigaciones de amplio espectro que, según ellos, limitan la libertad de expresión. Sus defensores, en cambio, argumentan que sus acciones, aunque enérgicas, han sido cruciales para desmantelar las “milicias digitales” y frenar una conspiración antidemocrática real, cuyas consecuencias se vieron en el asalto a Brasilia y en la fuga o detención de figuras bolsonaristas como la diputada Carla Zambelli, arrestada en Roma tras ser condenada por contratar a un hacker para atacar al sistema judicial.
A más de 60 días de la sanción, el conflicto está lejos de resolverse. El juicio contra Bolsonaro sigue su curso en Brasil, con el expresidente portando una tobillera electrónica por riesgo de fuga. El juez Moraes, por su parte, ha declarado que no se “curvará ante amenazas cobardes” y que ignorará las sanciones.
Recientemente, Trump ha mostrado una tímida apertura al diálogo, afirmando que “Lula puede llamarme cuando quiera”, a lo que el gobierno brasileño respondió que siempre ha estado abierto a conversar. Sin embargo, la tensión de fondo persiste. Este episodio ha dejado de ser una anécdota para convertirse en un caso de estudio sobre cómo las disputas políticas internas, amplificadas por alianzas ideológicas transnacionales, pueden poner a prueba los cimientos de la soberanía nacional y el orden diplomático.