A fines de julio de 2025, lo que era una práctica se convirtió en ley. Con 57 de 60 votos, la Asamblea Legislativa de El Salvador, dominada por el partido Nuevas Ideas, aprobó una reforma constitucional que permite la reelección presidencial indefinida. La medida, tramitada en menos de seis horas, no fue un acto aislado, sino la culminación de una estrategia de demolición institucional que comenzó hace años, cuando Nayib Bukele prometió a un país asolado por la violencia de las maras una solución drástica. Hoy, a más de 60 días de esa votación, el panorama es claro: El Salvador ha formalizado un modelo de poder personalista y perpetuo, cuyo impacto resuena en toda América Latina y se ha instalado con fuerza en el debate político chileno.
La reforma no solo permite a Bukele postularse cuantas veces quiera, sino que extiende el período presidencial de cinco a seis años y elimina la segunda vuelta. Para la diputada opositora Marcela Villatoro, ese día “murió la democracia”. Para el oficialismo, fue un acto para “darle el poder total al pueblo”. Para analistas internacionales como Juan Pappier de Human Rights Watch, es la repetición de un guion conocido: “Es el mismo libreto que Chávez: aprovecharse de la popularidad para desmantelar la democracia”.
Para comprender la votación de julio, es necesario retroceder. El camino de Bukele hacia el poder absoluto se construyó sobre tres pilares:
La consolidación de Bukele no es solo un fenómeno interno. Su gobierno ha jugado un rol complejo y transaccional en la geopolítica regional. Un episodio clave fue la crisis de los 252 migrantes venezolanos, deportados por Estados Unidos bajo la administración Trump y encarcelados en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la megacárcel símbolo de su modelo.
Acusados de pertenecer al Tren de Aragua, muchos sin pruebas concluyentes, vivieron meses en condiciones inhumanas. Testimonios recogidos por El País tras su liberación describen un infierno de golpizas sistemáticas y aislamiento total. “Nos golpeaban por cualquier cosa”, relató uno de los repatriados.
Su encarcelamiento se convirtió en una ficha de cambio. Tras un tenso pulso diplomático, que incluyó acusaciones del presidente venezolano Nicolás Maduro de que Bukele intentó sabotear los vuelos de repatriación, se concretó un canje a tres bandas en julio: El Salvador liberó a los venezolanos a cambio de que el régimen de Maduro liberara a presos políticos y a ciudadanos estadounidenses. El episodio demostró la capacidad de Bukele para negociar con actores tan dispares como Trump y Maduro, utilizando los derechos humanos como moneda de cambio.
El modelo salvadoreño ya no es solo para consumo interno. En junio, el gobierno de Costa Rica anunció planes para construir una nueva cárcel de máxima seguridad inspirada directamente en el CECOT, buscando la asesoría técnica del gobierno de Bukele para replicar su diseño y gestión. La idea de que la “mano dura” es una solución exportable ha comenzado a permear en la región.
En Chile, este eco es particularmente audible y polarizante. Por un lado, figuras como el líder del Partido Republicano, José Antonio Kast, han manifestado abiertamente su admiración por el modelo. Kast, quien en un debate en La Araucanía en junio mostró un estilo confrontacional que le valió el corte del micrófono, ve en Bukele un referente de orden y autoridad frente al crimen.
En la vereda opuesta, analistas como el periodista Daniel Matamala advierten sobre el peligro de esta fascinación. En su libro Cómo destruir una democracia, Matamala sitúa a Bukele como un paso avanzado en el manual autoritario, y alerta sobre las élites políticas que “creen que pueden manejar a los líderes autoritarios, y estos lo primero que hacen es destruir a esa élite”.
El debate se extiende al campo económico. Mientras la candidata presidencial del oficialismo, Jeannette Jara, presentaba un programa económico que el economista Sebastián Edwards comparó con el de Salvador Allende, la discusión sobre seguridad y autoritarismo se entrelazaba, mostrando cómo el fenómeno Bukele se ha convertido en un prisma a través del cual se leen las tensiones políticas locales.
Con la oposición diezmada y la sociedad civil amedrentada, Bukele ahora justifica su proyecto de perpetuidad con un discurso de soberanía. “El 90% de los países desarrollados permite la reelección indefinida”, escribió en X, comparando su régimen presidencialista con los sistemas parlamentarios europeos y acusando a sus críticos de aplicar un doble estándar. “El problema no es el sistema, es que un país pobre se atreva a actuar como uno soberano”.
El Salvador ha entrado en una nueva etapa. La democracia, con sus contrapesos y alternancia, ha sido formalmente desmantelada para dar paso a un régimen diseñado para un solo hombre. La paz en las calles, anhelada por una población aterrorizada, se ha pagado con la libertad y los derechos de muchos. La pregunta que queda abierta, no solo para los salvadoreños sino para toda una región que observa atenta, es si el orden impuesto por el miedo es un precio aceptable por la seguridad.
2025-06-24